14 de abril de 2017

Theatrum: CRISTO YACENTE, la audacia de una iconografía contrarreformista








CRISTO YACENTE
Gregorio Fernández (Hacia 1576, Sarria, Lugo-Valladolid 1636)
Hacia 1627
Madera policromada
Real Iglesia de San Miguel y San Julián, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana









El conjunto de imágenes de Cristo muerto y extendido en el sudario, como secuencia previa al Santo Entierro, constituye la producción escultórica más genuina y reconocible del taller de Gregorio Fernández, así como la serie más numerosa de iconografía pasionaria recreada por el escultor, que encontró en el tema, con el tiempo convertido en un verdadero subgénero de escultura piadosa, una fórmula apropiada para lograr conmover a los devotos bajo los auspicios de la Contrarreforma, que potenció la soledad del sepulcro como una de las manifestaciones plásticas más emotivas y eficaces en aquella sociedad sacralizada donde todas las facetas de la vida aparecían condicionadas al trance de la muerte.
La figura aislada de Cristo muerto planteada por Gregorio Fernández, presentada y venerada en su día a la luz de las velas, impresionaba y sigue impresionando a cuantos la contemplan por la sinceridad y crudeza con que se muestra el despojo del torturado, ya sea con el cuerpo, sudario y almohadones tallados en el mismo bloque, a modo de altorrelieve, o con la anatomía exenta, pues el escultor trabajó ambas modalidades.

Si como iconografía cristológica el tema no es original de Gregorio Fernández, sí que puede afirmarse que fue su taller el que impulsó y definió el arquetipo más popular, estando catalogada hasta una veintena de obras que, como ocurriera con los crucifijos, oscilan entre la delicadeza manierista de la primera etapa, ejercitada al poco tiempo de llegar a Valladolid, y el naturalismo e intenso realismo dramático de sus últimos años, siempre con una perfección técnica impecable que persigue un simulacro convincente de la realidad y permite la contemplación de la obra a corta distancia para inducir a la meditación intimista, tanto sobre sacrificio de Cristo como de la misma fugacidad de la vida. Símbolo de piedad por excelencia, el escultor tuvo entre sus comitentes a importantes hombres de estado, como el Duque de Lerma o los reyes Felipe III y Felipe IV.
La raíces iconográficas del "Cristo yacente" barroco derivan de las ceremonias medievales del Desenclavo y del Santo Entierro, llevadas a cabo primero con crucifijos articulados que cumplían la doble finalidad y a partir del siglo XV con imágenes yacentes específicas para tal cometido, perdurando a principios del XVII la costumbre de incorporar en la imagen un viril o relicario, generalmente en el costado de Cristo, para contener la hostia que era "enterrada" junto a la imagen durante los rituales de Semana Santa.

Ciñéndonos al entorno que pudo conocer Gregorio Fernández, encontramos como precedentes más inmediatos las hercúleas imágenes de Cristo muerto incorporadas por Juan de Juni en los grupos del Santo Entierro, el primero de ellos realizado entre 1541 y 1544 para presidir la capilla funeraria que fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo y cronista de Carlos V, tenía en la iglesia de San Francisco de Valladolid y el segundo integrado en el grupo escultórico que preside el retablo realizado entre 1565 y 1571 para la capilla de la Piedad de la catedral de Segovia, patrocinada por el canónigo Juan Rodríguez.

Este modelo, ya como imagen completamente aislada, sería después reinterpretado por Gaspar Becerra en el "Cristo yacente" que se conserva en una capilla del claustro alto del convento de las Descalzas Reales de Madrid, tallado completamente exento y con viril incorporado en el costado, utilizado por la comunidad en las procesiones conventuales del Viernes Santo, aunque el precursor más inmediato de los modelos de Fernández es el "Cristo yacente" que realizara Francisco de Rincón poco antes de 1600 para el desaparecido convento de San Nicolás de Valladolid, después trasladado al convento del Sancti Spiritus y conservado en el interior de una urna sepulcral.

La iconografía aportada por Gregorio Fernández, al margen de la apreciable evolución estilística, ofrece muy pocas variantes, con la figura de Cristo muerto trabajado como un desnudo cuya disposición de la cabeza, tórax, vientre hundido y una pierna remontando la otra recuerdan su posición en la cruz, con los brazos inertes apoyados a los lados. Concebido para su visión de perfil desde la derecha, inclina la cabeza hacia este lado al tiempo que permite contemplar la herida del costado, las huellas de los clavos en la mano derecha extendida y la total desnudez del cuerpo, en la mayoría de los casos apenas amortiguada por un cabo del paño de pureza. Para remarcar la cadencia corporal, aparece extendido sobre un sudario en el que se simulan ligeros pliegues, con la cabeza reposando con dignidad sobre cojines en los que se extienden ordenadamente los cabellos.

A partir de estos elementos básicos, centrados en las exhaustivas proporciones del trabajo anatómico, el escultor iría incorporando distintas variantes al arquetipo que definirían cada época, de modo que si en los primeros modelos la cabeza descansa sobre dos cojines, con los cabellos gruesos y apelmazados, el paño de pureza sujeto por una cinta y la policromía del sudario incorporando franjas ornamentales, en los modelos tardíos la cabeza descansa sobre un sólo cojín, los cabellos se extienden con minuciosos mechones rizados y filamentosos, desaparece la cinta del paño de pureza, la policromía del sudario es completamente blanca y, lo más importante, incorpora toda una serie de postizos efectistas como ojos de cristal, dientes de pasta, fragmentos de asta en las uñas, corcho y pellejos en las heridas, regueros de sangre y sudor hechos con resina y ribetes de encaje en el sudario. El resultado es la estremecedora imagen del cadáver de un hombre joven, completamente extenuado, dispuesto para su preceptivo embalsamamiento con mirra y aloe.

La serie fue comenzada por Gregorio Fernández hacia 1609 con el "Cristo yacente" encargado por don Francisco Sandoval y Rojas, Duque de Lerma, para ser donado a los dominicos del convento de San Pablo de Valladolid1, del que ostentaba el patronato y en cuya capilla mayor tenía previsto su enterramiento. La imagen, que lleva incorporado un viril como en el modelo de Becerra, presenta una anatomía hercúlea y connotaciones manieristas, acusando la influencia de Pompeo Leoni que el escultor abandonaría paulatinamente, culminando el proceso en 1625, cuando el arquetipo de "yacente" ya aparece con una anatomía esbelta y depurada, con un profundo naturalismo que en términos actuales podríamos definir como un "hiperrealismo" que bordea lo truculento2.

Iconográficamente, Cristo es presentado extendido y sin vida, a modo de capilla ardiente, en el momento previo a su lavado y preparación para el entierro, con el cuerpo reposando sobre un blanco sudario que se adapta a su anatomía y la cabeza sobre un amplio cojín sobre el que se desparraman los cabellos, trabajado como un desnudo de gran clasicismo y con una morbidez realzada por una esmerada policromía y la aplicación efectista de postizos. De este modo, omitiendo toda referencia narrativa en su entorno, el espectador se ve obligado a recorrer cada uno de los detalles del cuerpo inerte, todos ellos calculados con magistral precisión para impactar y conmover, concentrando el centro emocional en el rostro, con facciones afiladas, ojos entreabiertos de cristal con las cuencas hundidas y la mirada perdida, boca entreabierta con dientes de hueso y labios amoratados, los característicos mechones sobre la frente y una barba de dos puntas que al igual que los cabellos aparece minuciosamente tallada formando rizos.

De la larga serie de "yacentes" que responden a este arquetipo, todos ellos de gran celebridad en el dilatado entorno territorial en que reciben culto, si no el de mayor calidad sí uno de los más sublimes por su humanidad es el Cristo yacente del convento de Santa Clara de Medina de Pomar (Burgos), realizado por Gregorio Fernández hacia 1628 a petición de don Bernardino Fernández de Velasco, VII Condestable de Castilla, VI Duque de Frías y Duque de Medina de Pomar3, hijo del fundador y patrono del templo conventual, una obra que en mi opinión supera las excelencias del modelo de El Pardo (ver ilustraciones al final de este artículo)..  

Sin embargo, el límite tipológico en la evolución de este género de representaciones lo marca este Cristo yacente de la Real Iglesia de San Miguel y San Julián de Valladolid, en su momento iglesia de San Ignacio de la Casa Profesa de la Compañía de Jesús, donde quedó integrado en el camarín del retablo de la capilla de la Buena Muerte. Esta talla, elaborada en torno a 1627 y única obra encargada por los jesuitas, supone el punto culminante alcanzado por el maestro en el modelo iconográfico tan repetido a lo largo de su carrera, una magistral obra de madurez que presenta una singularidad: el estar tallada como un desnudo integral completamente en bulto redondo, prescindiendo tanto del sudario como del cojín tallado, acentuando su naturalismo mediante una extremada perfección técnica.

Esta escultura de un "desnudo a lo divino", según denominación de María Luisa Caturla, puede considerarse muy atrevida en el más firme ejemplo de escultor contrarreformista, aunque esta desnudez la repitiera en el Cristo yacente (1629-1630) del convento de clarisas de Monforte de Lemos (Lugo), aunque mantiene el perizoma, en el Ecce Homo (h. 1621) del Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, en el crucifijo del convento carmelita de San José de Palencia y en el Cristo del paso del Descendimiento de la cofradía de la Vera Cruz de Valladolid.  

El  Cristo Yacente de la iglesia de San Miguel presenta un cuerpo de trazado sinuoso que en cierto modo recuerda su disposición en la cruz, con la cabeza ligeramente ladeada hacia la derecha, la rodilla izquierda remontando la derecha, el vientre hundido y los brazos extendidos en los costados. La composición está concienzudamente estudiada para dejar bien visibles las llagas de pies y manos, la herida sangrante del costado y los regueros de sangre producidos por la corona de espinas. Para lograr mayor impacto y veracidad en una imagen concebida para ser contemplada de cerca en su camarín, el escultor recurre al uso de postizos realistas, como ojos de cristal, dientes de pasta, uñas de asta y heridas con pústulas de corcho y ligeros levantamientos de la piel fingidos con láminas de cuero.

Gregorio Fernández. Cristo yacente, hacia 1628
Museo del convento de Santa Clara de medina de Pomar (Burgos)
Su anatomía, de escala superior al natural, refleja un hombre vigoroso, de complexión atlética y proporciones clásicas, ofreciendo toda una serie de matices característicos en los modelos de Gregorio Fernández, como una larga melena con raya al medio virtuosamente descrita, mechones rizados sobre la frente, guedejas recogidas sobre la oreja izquierda dejando visible el rostro, barba afilada de dos puntas, ojos y boca entreabiertos que permiten contemplar unas pupilas de mirada perdida y parte de la lengua, pómulos resaltados, la característica herida producida por una espina en la ceja izquierda, dedos largos, arqueados, con uñas de asta aplicadas y llagas con los coágulos resaltados en resina.

Realza su impactante verismo una policromía que Jesús Urrea atribuye a los doradores vallisoletanos Diego de la Peña y Jerónimo de Calabria, en virtud a un contrato que éstos firman el 6 de marzo de 1627 para policromar dos "Cristos" de bulto de Gregorio Fernández, uno de ellos destinado a la Casa Profesa de la Compañía de Jesús que bien pudiera tratarse de este conservado en la capilla de la Buena Muerte.

Gregorio Fernández. Detalle de Cristo yacente, hacia 1628
Museo del convento de Santa Clara de Medina de Pomar (Burgos)
Esta magnífica talla desde 2008 desfila durante las celebraciones de Semana Santa por las calles vallisoletanas alumbrada por la Cofradía del Descendimiento y Santo Cristo de la Buena Muerte, después de haber sido culminada la restauración integral de la capilla de la Buena Muerte en 1995 y de haber encargado esta cofradía unas nuevas andas en madera de cedro, acordes a la calidad de la talla, al imaginero riosecano Ángel Martín García4, siendo elegida esta tipo de madera por ser tradicionalmente considerada como la especie con la que fue elaborada la cruz de Cristo. En ellas Cristo aparece reposando sobre un sudario real ajustado a las características anatómicas de la talla.

No obstante, a lo largo del año recibe culto en el camarín situado bajo el altar del original retablo de la Buena Muerte, en la capilla de la misma advocación, de la Real Iglesia de San Miguel y San Julián. Dicho camarín, que adquiere la función de Santo Sepulcro, está decorado en su interior con arquerías sobre estípites y pinturas de ángeles en las paredes, cerrándose con dos puertas batientes que cumplen la función de frontal de altar, con el interior decorado con relieves alegóricos del Sagrado Corazón de Jesús y de María entre rocallas y espejos. Estas puertas solamente se abrían en determinados ritos litúrgicos, permitiendo contemplar al Cristo yacente fernandino acompañado de una bella Dolorosa dieciochesca debida a las gubias del asturiano Juan Alonso Villabrille y Ron.  

El Cristo yacente de la iglesia de San Miguel desfilando el Jueves Santo
con la Cofradía del Descendimiento y Santo Cristo de la Buena Muerte
(Foto Santiago Travieso)
Informe y fotografías: J. M. Travieso.


NOTAS

1 URREA FERNÁNDEZ, Jesús: El escultor Gregorio Fernández 1576-1636 (apuntes para un libro). Universidad de Valladolid, Valladolid, 2014, p. 104.

2 TRAVIESO ALONSO, José Miguel: Simulacrum, en torno al Descendimiento de Gregorio Fernández. Domus Pucelae, Valladolid, 2011, p. 178.

3 URREA FERNÁNDEZ, Jesús: El escultor... Op. cit. pp. 109-110.

4 TRAVIESO ALONSO, José Miguel: Simulacrum... Op. cit. p. 184.


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