27 de febrero de 2017

Obras comentadas del Prado: TRÍPTICO DEL CARRO DE HENO, de El Bosco



Alejandro Vergara, Jefe de Conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte del Museo Nacional del Prado, comenta la obra "Tríptico del carro de heno" de El Bosco.

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24 de febrero de 2017

Theatrum: ENTRADA DE JESÚS EN JERUSALÉN, una escena con tintes melancólicos








ENTRADA DE JESÚS EN JERUSALÉN
Claudio Coello (Madrid, 1642-1693)
1660
Óleo sobre lienzo
Museo de la Universidad, Valladolid
Pintura barroca española. Escuela madrileña










Una de las pinturas más interesantes de cuantas alberga el Museo de la Universidad de Valladolid es una escena que representa el pasaje evangélico de la Entrada de Jesús en Jerusalén, una obra de mediano formato que aparece firmada por Claudio Coello, el gran pintor madrileño que puso un broche de oro al gran periodo de la pintura barroca española conocido como el Siglo de Oro.

LA ENTRADA DE JESÚS EN JERUSALÉN

Este trabajo de juventud, elaborado cuando Claudio Coello contaba tan sólo 18 años y trabajaba en la escuela de Francisco Rizi, pintor del rey, fue realizado en 1660, año en que moría Velázquez en Madrid. Con la muerte del gran maestro sevillano la pintura española comenzaba a debilitarse, posiblemente como reflejo en el mundo artístico de la decadencia política que vivía el país. Lo cierto es que con Velázquez se agotaba una época gloriosa de la pintura española, pues a partir de entonces la mayoría de los pintores parecieron sumirse en una profunda melancolía que les alejaba de la fecundidad y creatividad que años antes habían dominado la producción artística hispana. En este contexto, podría decirse que solamente Claudio Coello, que llegaría a ser pintor de Carlos II, último rey de los Austrias, lograría mantener viva la llama encendida por Velázquez en los años centrales del siglo XVII, tan representativa de un pueblo recio de fuerte personalidad.

Prácticamente, desde el tiempo en que vivió, Claudio Coello fue un pintor prestigioso y reconocido, hecho avalado por sus nombramientos como pintor del rey y pintor de cámara en tiempos de Carlos II, siendo muy valoradas, hasta nuestros días, sus pinturas repartidas por iglesias, monasterios y museos españoles y del extranjero, por representar el último hálito de lo sustantivo y esencial del barroco español. Por eso adquiere un gran valor testimonial esta pintura de La entrada de Jesús en Jerusalén, que nos informa de las inquietudes y habilidades —entiéndase talento— de un joven en el umbral de su carrera artística.

La entrada de Jesús en Jerusalén, única pintura de Claudio Coello en Valladolid, fue localizada y dada a conocer en 1949 por el arqueólogo e historiador cántabro Miguel Ángel García-Guinea1, que también el 2 de abril de 1950 publicó un artículo para difundir el hallazgo en el diario ABC de Sevilla2, en el que afirmaba que el desconocido cuadro puede unirse "a las mejores obras de su autor".

Se desconoce para quién fue realizada la pintura, pues Palomino no la cita entre las obras enumeradas y descritas del pintor, a pesar de que la firma no deja lugar a dudas. Moviéndonos en el terreno de la imprecisión, podría pensarse que llegó a alguna casa particular o iglesia de Valladolid, que posiblemente se trate de la delectación de un trabajo de estudio e incluso de un paso previo a su plasmación en el gran formato que solía utilizar el pintor. Eso nunca lo sabremos.
Lo que sí es constatable es que se encuadra en la temática religiosa que caracteriza la producción del artista como representante de los ideales contrarreformistas, aunque carezca del sentido de apoteosis barroca presente en la mayoría de sus obras. No obstante, en el cuadro prevalece un idealismo determinado por el carácter festivo del propio tema representado, un idealismo que se bifurca en la vía del misticismo —lo más sublime representado por Cristo y San Juan— y del ascetismo —méritos y trabajos del hombre simbolizados por San Pedro—, elementos que determinan un componente espiritual que supera lo meramente narrativo o anecdótico.

De forma muy estudiada, la figura en escorzo de Cristo sobre un pollino ocupa el centro de la escena, aunque el pintor equilibra la composición concediendo un lugar privilegiado a San Juan y San Pedro a la derecha y un sugestivo paisaje, precedido de la entrada de Jerusalén y sus animados moradores, a la izquierda, de modo que una y otra parte conducen nuestros ojos hacia el centro psicológico: la figura de Cristo. Es destacable el movimiento escénico infundido a los personajes, bien apreciable en las diáfanas figuras de San Juan y San Pedro, en su actitud de caminar, con un extraordinario y colorista juego de pliegues (característicos del pintor) y con caracterizaciones y actitudes individualizadas. Su movimiento se complementa con los apóstoles colocados en segundo plano y los personajes que llegan desde la ciudad agitando palmas y ramas de olivo, cuya algarabía contrasta con la serenidad del bucólico paisaje del fondo, siempre sobre la base de un dominio perfecto del dibujo y la aplicación selectiva del color, en este caso con una pincelada rápida y pastosa.

Ese movimiento casi brusco de los personajes, como el juego de perfiles y posturas forzadas del séquito apostólico, llegaría a ser habitual en las pinturas de Claudio Coello, bien apreciable en la figura de San Juan, que recuerda al ángel que aparece en la pintura de La Sagrada Familia con el rey San Luis de Francia que se conserva en el Prado. Igualmente, son característicos de sus pinceles la carnosidad y redondez de los rostros y el árbol de tronco oscuro y hojas abrillantadas que en sus pinturas se convierte en sello o rúbrica de su personalidad.

Algo del temperamento melancólico y pesimista de Claudio Coello, apuntado por Palomino, se trasluce en la figura del Nazareno, especialmente en la expresión del rostro, cuyo gesto de íntimo sentimiento aplaca la alegría bulliciosa de su entorno dando sentido a las palabras de García-Guinea: "Coello, pintor triste, logró entristecer a sus propios cuadros, como si sintiera que él apagaba la llama encendida por Velázquez". 

Claudio Coello, 1660. Izda: El Niño Jesús a la entrada del Templo. Museo
del Prado. Dcha: San Miguel Arcángel. Museum of Fine Arts, Houston
EL PINTOR CLAUDIO COELLO

Nacido en Madrid el 2 de marzo de 1642, era hijo de Faustino Coello, broncista oriundo de Portugal, y de Bernarda de Fuentes. Según relata Palomino3, para que le ayudase en el trabajo de los vaciados, su padre le puso a estudiar dibujo con el madrileño Francisco Rizi, hijo del pintor italiano Antonio Rizi, llegado a España para trabajar en El Escorial. Tras mostrar sus progresos junto al maestro, que ostentaba el rango de pintor del rey, este solicitó a su padre que continuara sus estudios en pintura, llegando a destacar entre otros aprendices. Según Palomino, Claudio Coello era un joven adusto y melancólico, no muy bien parecido, pero de un gran ingenio para la pintura historiada, la captación del natural, el dominio de las perspectivas arquitectónicas y las técnicas del temple y el fresco.
A través de Rizi y de su amistad con Juan Carreño de Miranda pudo conocer las colecciones reales del Alcázar de Madrid, llegando a realizar copias de maestros como Tiziano, Veronés, Bassano, Luca Giordano, Van Dyck y Rubens, de los que asumiría influencias decisivas para su futura producción4.

Claudio Coello. Susana y los viejos, 1663. Museo Ferré de Ponce, Puerto Rico
Entre su obra de juventud, la primera obra firmada y fechada en 1660 es Jesús niño, a la puerta del Templo, conservada en el Museo del Prado, que copia una obra de Jacques Blanchard a través de un grabado de Antoine Garnier. Le seguiría ese mismo año la Entrada de Jesús en Jerusalén, obra igualmente firmada y conservada en el Museo de la Universidad de Valladolid, cuyo pequeño formato induce a pensar que pudiera ser un boceto preparatorio para una obra de destino desconocido. De 1661 data la pintura Cristo servido por ángeles, hoy en una colección particular y de 1663 La visión de San Antonio de Padua del Chysler Museum of Art de Norfolk (Virginia), antes perteneciente a la colección de Luis Felipe de Orleans, donde ya incorpora los fondos arquitectónicos y los ángeles en vuelo que serán constantes en sus pinturas.

El primer encargo importante que recibe Claudio Coello está plasmado en un contrato fechado en 1666, consistente en la desaparecida pintura del Descubrimiento de la verdadera Cruz del altar mayor de la iglesia madrileña de Santa Cruz, y en una serie de pinturas al fresco en el presbiterio y la capilla de los Ajusticiados de dicha iglesia. Años antes, ya había demostrado su maestría en la escena de Susana y los viejos (1663, Museo Ferré de Ponce, Puerto Rico) y en el apoteósico Triunfo de San Agustín del Colegio de San Nicolás de Tolentino de Alcalá de Henares (1664, Museo del Prado).
Claudio Coello. Triunfo de San Agustín, 1664.
Museo del Prado

Sin embargo, su gran oportunidad llega en 1668, cuando le encargan una serie de pinturas para la iglesia del convento de la Encarnación de Madrid, conocido popularmente como San Plácido, donde también había trabajado su maestro Rizi. Para este elabora la impresionante Anunciación o El Misterio de la Encarnación que todavía preside su retablo mayor, buena muestra de su fastuoso sentido escenográfico y brillante colorido donde incluye figuras de profetas y sibilas que predijeron la llegada del Mesías, composición de la que se conserva el boceto previo en la Colección Helena Rivero de Jerez de la Frontera. También es destacable en este conjunto barroco, uno de los más notables de la época de los Austrias conservado en su lugar original, la Visión de Santa Gertrudis que preside el retablo de la nave derecha, que también aparece firmado en 1668.  

A partir de ese momento, según Palomino, son constantes los trabajos para iglesias madrileñas, donde fiel a la sensibilidad contrarreformista plasma un universo barroco dirigido a los sentidos con el fin de impresionar y conmover a los espectadores. De este momento destacan las pinturas de Cristo mostrando a la Virgen el Limbo (1669, colección particular, Francia), La Virgen con el Niño adorada por santos y las virtudes teologales y La Sagrada Familia con el rey San Luis de Francia y otros santos, estas dos últimas en el Museo del Prado.

En la década de los 70, Claudio Coello inicia sus prácticas como fresquista en colaboración con José Jiménez Donoso, donde demuestra su gusto por las arquitecturas fingidas, siguiendo la senda implantada en Madrid por los italianos Angelo Michele Mitelli y Agostino Colonna. Obra destacada fue la decoración de la capilla de San Ignacio del Colegio Imperial que los jesuitas tenían en la capital de la Corte (actualmente catedral de San Isidro), que fue encargada en 1671 con motivo de la canonización de San Francisco de Borja y destruida en 1936, al igual que las historias de San Ignacio de la bóveda de la sacristía, durante la Guerra Civil. Todavía subsisten la cúpula y las pechinas de la capilla del Santo Cristo, con ángeles pasionarios y figuras de profetas.
Claudio Coello. La Sagrada Familia con el rey San Luis de Francia, h. 1665
Museo del Prado
Asimismo, en 1672 contrataba la decoración de la cámara y antecámara de la Casa de la Panadería de la Plaza Mayor de Madrid, desde la que los monarcas contemplaban las fiestas de toros, donde aparecen virtudes portando los emblemas monárquicos entre ángeles trompeteros y arquitecturas fingidas, y medallones en grisalla con los seis trabajos de Hércules, el mítico fundador de la monarquía española.

El 14 de marzo de 1674 Claudio Coello contraía matrimonio en la iglesia de Santa Cruz con Feliciana Aguirre de Espinosa, del que nacería su hijo Bernardino, aunque en noviembre de 1675 fallecía su esposa, siendo el niño encomendado a unos parientes de San Sebastián de los Reyes.
Pocos días antes de su enlace matrimonial, había contratado para el retablo de la iglesia de San Juan Evangelista de Torrejón de Ardoz una escena con el martirio del santo, una apoteosis del mismo para el cuerpo superior y cuatro pinturas para el tabernáculo. Aunque el retablo fue víctima del fuego en la Guerra Civil, se salvó el gran lienzo del Martirio de San Juan, conservado en la iglesia reconstruida.

De 1676 datan las pinturas de Cristo y la Magdalena en casa de Simón (colección particular), con claras influencias de la pintura veneciana de Tintoretto y Veronés, y una Inmaculada (Museo de Goya, Castres), de la que hizo varias versiones. Asimismo, en 1677 está datada la Aparición de la Virgen del Pilar al apóstol Santiago (Hearst San Simeon State Historical Monument, California). En ese tiempo también realiza las pinturas de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Valdemoro (Madrid).
Claudio Coello. Izda: Anunciación, 1668. Convento de San Plácido, Madrid
Centro: San Ignacio de Loyola, 1676. Iglesia de Ntra. Sra. de la Asunción,
Valdemoro (Madrid). Dcha: San Antonio, 2ª mitad del XVII. Museo del Prado
En ese año de 1677 Claudio Coello se vio envuelto en un pleito que el gremio de pintores de Madrid habían interpuesto contra la Hermandad de Nuestra Señora de los Siete Dolores por negarse a sacar en procesión en Semana Santa la imagen titular, aduciendo ser una función indigna para su oficio. En agosto del mismo año contraía segundo matrimonio con Bernarda de la Torre y en noviembre, merced al apoyo de Juan Carreño de Miranda, firmaba el importante contrato de restaurar los frescos de la Sala de las Batallas del Monasterio de el Escorial, lo que suponía el primer encargo de la Corona.  
    
Es en 1679 cuando el pintor comienza a relacionarse con la casa real al colaborar, junto a otros artistas, en la elaboración de unos arcos triunfales efímeros, levantados con motivo de la entrada en Madrid, el 13 de enero de 1680, de María Luisa de Orleans, primera esposa de Carlos II, que hizo un recorrido desde el Retiro al Palacio Real pasando por construcciones efímeras cuyos testimonios se conservan en grabados de la Biblioteca Nacional.
Claudio Coello. Ida: Santa Catalina de Alejandría, 1683. The Wellington
Collection, Apsley House, Londres. Dcha: Doña Mariana de Austria. The
Bowes  Museum, Newgate, Barnard Castle, Reino Unido
El 30 de marzo de 1683 un real decreto lo nombra pintor del rey ocupando la vacante dejada por Dionisio Mantuano, incorporando en ese momento a su repertorio religioso el género del retrato. Sin acusar grandes cambios de estilo, sus figuras ganan en volumetría, el modelado tiene un afán más escultórico y los complejos fondos arquitectónicos dejan paso a otros más sencillos y rotundos. En ese momento firmaba la Santa Catalina de Alejandría del Museo Wellington, que recuerda los modos de guido Reni y Van Dyck.

Entre 1684 y 1685, en colaboración con su discípulo Sebastián Muñoz, realiza su mayor ciclo de frescos —700 metros cuadrados— para el Colegio de Santo Tomás de Villanueva de Zaragoza, también conocido como Convento de Agustinos de la Mantería, donde destaca la glorificación del santo titular y de la Trinidad entre un fastuoso repertorio de frutas, ángeles, medallones con virtudes y retratos de personajes. La restauración y recuperación de este conjunto se inició en 1998, aunque en 2001 se desplomó parte de la cúpula.


Claudio Coello. Santa Rosa de Lima y Santo Domingo de Guzmán, h. 1685
Museo del Prado
A su regreso de Zaragoza pinta para la iglesia del madrileño convento del Rosario —el Rosarito— el cuadro de Santo Domingo con Nuestra Señora del Rosario, desde 1818 en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, así como los de Santo Domingo de Guzmán y Santa Rosa de Lima, que tras la desamortización pasaron al Museo de la Trinidad y desde allí al Museo del Prado, en los que el pintor, con un punto de vista bajo, finge esculturas sobre peanas insertadas en originales hornacinas decoradas con fondos arquitectónicos y cortinajes . 

En 1685 se le encomienda para la sacristía del monasterio de El Escorial la que está considerada como la mejor de sus obras: La Adoración de la Sagrada Forma, que firma con la inscripción «CLAUDIUS COELL. REGIAE MAIESTAS CAROLI II CAMERARIUS PIC. FACIEBAT ANNO DNI 1690». Esta enorme pintura —5 x 3 metros—, encargada inicialmente a su maestro Rizi, que a pesar de trabajar en ella intermitentemente murió sin poder realizarla, supone el culmen de su trayectoria profesional. En ella aparece la solemne ceremonia litúrgica, oficiada por el padre Francisco de los Santos, prior del monasterio, que presenta la Sagrada Forma dentro de una rica custodia en presencia del rey Carlos II, que permanece arrodillado y acompañado por un grupo de cortesanos, todas las figuras con el tratamiento de auténticos retratos.

Claudio Coello. Santo Domingo de Guzmán con
Ntra. Sra. del Rosario, h. 1685.
Academia de San Fernando, Madrid
En esta ambiciosa obra, el pintor utiliza con talento todos los recursos del lenguaje teatral barroco —grupos de personajes distribuidos por el espacio y cortinajes que permiten observar la bóveda—, destacando el ilusionismo creado para definir el espacio de la propia sacristía donde se colocaría la obra dotado de una atmósfera que recuerda los hallazgos de Velázquez en Las Meninas, especialmente por presentar la sala en semipenumbra, con la luz penetrando por óculos laterales. Con gran habilidad, el realismo de la parte superior adquiere un carácter sobrenatural por el vuelo de alegorías angélicas que representan el Amor divino, la Religión y la Majestad Real, según los modelos de Cesare Ripa. El sentido escenográfico de la escena se refuerza con la cortina roja que en lo alto recogen unos querubines.

El impacto causado por esta obra sería recompensado con su nombramiento como pintor de cámara, vacante desde las muertes de Rizi y Carreño. Con este cargo se ocupó de realizar toda una serie de retratos de personajes de la casa real y otros cortesanos, siempre con la elegancia y el refinamiento imperante en el momento.

No obstante, la irrupción en el ambiente cortesano de Luca Giordano, llegado a España para pintar los frescos de la escalera del gran proyecto decorativo de El Escorial, supuso su desplazamiento y el decaimiento de su productividad pictórica, a pesar de que en 1691 también había sido nombrado pintor de la catedral de Toledo. En sus últimos años se dedicaría a supervisar las colecciones reales, restaurar sus obras y tasar colecciones de pintura.

El prolífico pintor Claudio Coello moría en Madrid el 20 de abril de 1693 y fue enterrado en la parroquia de San Andrés.  

Claudio Coello. Adoración de la Sagrada Forma,
1685-1689. Sacristía de El Escorial

Informe y fotografías del cuadro vallisoletano: J. M. Travieso.

Resto de fotografías: correspondientes museos. 




NOTAS

1 GARCÍA-GUINEA, Miguel Ángel: La Entrada de Jesús en Jerusalén: un cuadro desconocido de Claudio Coello. Boletín del Seminario de Arte y Arquitectura (BSAA), 15, Universidad de Valladolid, 1948-1949, pp. 261-266.

2 GARCÍA-GUINEA, Miguel Ángel: La Entrada de Jesús en Jerusalén: un "nuevo" cuadro de Claudio Coello. Hemeroteca ABC Sevilla, 2 abril 1950.

3 PALOMINO DE CASTRO Y VELASCO, Antonio: El Museo Pictórico y Escala Óptica / 1715-1724. Tomo segundo (3 volúmenes), Madrid 1717, pp. 650-658.

4 SULLIVAN, Edward: Claudio Coello y la pintura barroca madrileña. Nerea Ed. 1989.


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22 de febrero de 2017

Concierto: POR QUÉ ESCUCHAR A LOS CLÁSICOS, 24 de febrero 2017














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20 de febrero de 2017

17 de febrero de 2017

Theatrum: LLANTO SOBRE CRISTO MUERTO, el talento de un pintor desconocido











LLANTO SOBRE CRISTO MUERTO
Anónimo, conocido como Maestro de Osma (activo en los años finales del siglo XV y principios del XVI)
Hacia 1500
Temple sobre tabla
Museo de Valladolid
Procedente de Curiel de Duero (Valladolid)
Estilo gótico internacional con influencia flamenca













EL NEBULOSO RASTRO DEL MAESTRO DE OSMA

Desconocemos la identidad del autor de esta pintura, al que convencionalmente se le viene denominando como Maestro de Osma desde que en 1947 el tratadista e hispanista americano Chandler Rathfon Post (1881-1959) le otorgara ese nombre genérico para identificar, siguiendo razones puramente estilísticas, ciertas obras de un taller asentado a finales del siglo XV en la población soriana de Burgo de Osma, que en la transición al siglo XVI extendió su actividad hacia el este de la provincia de Valladolid, de modo que su producción, siguiendo el curso del Duero, se localizaba en el eje que desde Berlanga de Duero (Soria) llega a las poblaciones vallisoletanas de Corrales de Duero, Curiel de Duero, Peñafiel y Langayo.

Post tomó como referencia para establecer el corpus de este pintor, autor de tablas de excelente factura en su mayoría dispersas, un retablo realizado hacia 1500 para la capilla de San Ildefonso de la catedral de Burgo de Osma que fue financiado por Alfonso Díaz de Palacios, arcediano de Soria y canónigo de la catedral, cuya tabla central representa el Camino del Calvario y en el resto escenas de la vida de la Virgen.

También al Maestro de Osma atribuye Post el retablo que en la colegiata de Berlanga de Duero preside la capilla funeraria de los hermanos mellizos don Juan de Ortega, obispo de Coria, y don Gonzalo Bravo de Lagunas, alcalde de Atienza y padre del comunero Juan Bravo. Datado por Angulo en 1516, en sus escenas se concede una gran importancia a los paisajes de los fondos, algo poco común en tierras castellanas donde el gótico y el gusto por los fondos dorados estaba muy arraigado.

De igual manera, son atribuidos al Maestro de Osma los restos de un retablo de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Corrales de Duero (Valladolid), por entonces perteneciente a la diócesis palentina, compuesto por escenas de la Vida de la Virgen y una predela con un original y rico santoral presentado sobre fondos con brocados dorados, en el que Post encuentra influencias del Maestro de Frómista.   

A partir de Post, han sido constantes los intentos de identificar la obra de este pintor cuya producción, relacionada con la realizada en la escuela burgalesa por Diego de la Cruz, se inscribe en la transición del gótico al renacimiento en Castilla, especulándose sobre una posible formación del pintor en territorio burgalés.

Camón Aznar, que llegó a identificarle con el llamado Maestro de Sinovas, afirma que su pintura aparece influenciada por el flamenco Gerard David, señalando que mantiene el estilo hispano de raigambre medieval, siendo constante el gusto por los brocados dorados, los pliegues largos en las indumentarias, el uso de una arcaica perspectiva gótica y la colocación superpuesta y escalonada de las figuras a distintas alturas, aunque, como mantiene Gudiol, todo esto son conjeturas en base al análisis estilístico, pues no existen fuentes documentales que avalen las diferentes atribuciones.

En este orden de cosas, Pilar Silva Maroto descarta la asimilación del Maestro de Osma con el pintor valenciano Jaime Mateu hecha en 1975 por Heriard Dubreuil, ya que sus estilos son divergentes, como se puede apreciar en las dos tablas que forman una Anunciación y que se conservan en el Museo del Prado. Lo que sí parece evidente es que el Maestro de Osma fue el creador de un estilo muy definido y que tuvo como seguidores al Maestro de la Espeja y el Maestro de Roa.

Entre las obras atribuidas al Maestro de Osma, también se encuentran una tabla con la Virgen entronizada que se guarda en el Museo del Louvre, un Salvador Mundi del Instituto Valencia de Don Juan y una Santa Generación con San Juan Bautista del Museo Lázaro Galdiano de Madrid, el Retablo de San Miguel del Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, procedente de Corrales de Duero (Valladolid) y estudiado por Díaz Padrón, las pinturas de la Asunción y de la Epifanía, atribuidas al Maestro de Osma por Dieulafoy, pertenecientes a un retablo procedente de Daroca y actualmente  conservadas en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, las tablas de Santa Catalina y María Magdalena de la Academia de San Carlos de México y una buena serie repartida por museos, colecciones particulares y el mercado del arte.

A estas obras debemos sumar los paneles que con los temas de la Anunciación, la Visitación, la Presentación de la Virgen en el Templo y el Llanto sobre Cristo muerto, originariamente integraron un desmembrado retablo dedicado a la Vida de la Virgen, conjunto realizado por el Maestro de Osma hacia 1500 para la población vallisoletana de Curiel de Duero, tablas que actualmente son custodiadas en el Museo de Valladolid1.

EL LLANTO SOBRE CRISTO MUERTO

Fijamos hoy nuestra atención en una de estas últimas, el Llanto sobre Cristo muerto, que es una de las obras más interesantes entre la notable colección de pintura que guarda el Museo de Valladolid, con el aliciente de presentar un excelente estado de conservación y un suntuoso marco de la segunda mitad del siglo XVII, lo que indica que la pintura continuó siendo apreciada cuando su estilo ya era considerado algo del pasado.

La tabla, que debió ocupar el encasillamiento central de la predela del retablo, presenta un formato cuadrangular y puede considerarse como una de las obras más destacables del Maestro de Osma, que en ella deja patente las características de su personal estilo. En la pintura, con un minucioso sentido narrativo, el autor plasma la escena inmediatamente posterior al descendimiento del cuerpo de Cristo de la cruz y anterior al Santo Entierro, cuya finalidad es la exaltación del papel copasionario de la Virgen. Este pasaje, que no aparece referido en los Evangelios, encuentra su origen en la literatura mística medieval, así como en los textos de piedad y en los de las cofradías de flagelantes.

La escena, denominada Planto o Llanto sobre Cristo muerto, en realidad un Planctus Mariae, se inspira en  las meditaciones recogidas a mediados del siglo XIII por Santiago de la Vorágine, arzobispo de Génova, en su obra La Leyenda Dorada: "¿Quién pudo sentir un dolor tan intenso y gemir y llorar más amargamente que la afligidísima María? Con razón debemos sostener que esta dolorosa Madre fue más que mártir, puesto que el inconmensurable amor que tenía a su Hijo retúvola constantemente a su lado, y al ser testigo de sus padecimientos, también ella, anegada de pena, sufrió en su alma todos y cada uno de los tormentos de la Pasión del Salvador"2.

Otro tanto puede decirse del ejercicio de imaginería mental plasmado hacia 1300 en las Meditationes vitae Christi por Pseudo-Buenaventura (Cap. LXXXI): “Cuando se le quitaron los clavos de los pies, José de Arimatea le descendió; todos rodearon el cuerpo del Señor y le pusieron en tierra. Nuestra Señora, cogió su cabeza contra su seno y Magdalena los pies, esos pies de los que en otras ocasiones había recibido tantas gracias. Los otros se disponen alrededor y prorrumpen en profundos gemidos”.

El tema, junto al de la Piedad, alcanzó su desarrollo en el siglo XIV y se popularizaría en el arte del siglo XV, generalmente acentuando el dramatismo de la escena, siendo uno de los temas recurrentes de la pintura flamenca, donde en variados escenarios los personajes muestran su dolor con elocuentes y expresivas actitudes, en ocasiones incorporando a la escena como participantes a las figuras de los donantes. En el flujo de arte flamenco hacia Castilla este tema tuvo una gran aceptación por tratarse de un tema muy emotivo que concentra el drama de la Pasión, siendo numerosas las representaciones pictóricas y escultóricas que con un sentido descriptivo y realista tratan de conmover al espectador.

Es el caso de esta tabla del Maestro de Osma, en la que Cristo, recién descendido de la cruz, es depositado por José de Arimatea y Nicodemo sobre un sudario, mientras tan dramática escena es contemplada por su Madre, que es asistida por San Juan y María Magdalena. En un afán de búsqueda de naturalismo, el fondo está ocupado por un sugestivo paisaje, en el que se distingue en el ángulo superior izquierdo una fortaleza hacia la que se dirige un personaje a caballo y otro a pie, y en la parte derecha un cielo crepuscular en el que revolotean aves y bajo el que se recorta una vista de Jerusalén.

Desde el punto de vista compositivo, la escena se articula en base a la simetría marcada por el eje de la cruz, con las figuras de Cristo y la Virgen huyendo de la verticalidad y la horizontalidad y con la colocación de dos personajes a cada lado, siendo característica la superposición de las figuras y su escalonamiento a distintas alturas. Asimismo, como es habitual en el Maestro de Osma, las figuras tienden a llenar la casi totalidad de la superficie pintada en el primer plano, reservando un discreto espacio para el fondo y abandonando el uso de brocados dorados al fondo para incluir, por influencia de las corrientes flamencas y renacentistas, un luminoso fondo paisajístico, hecho que marca la evolución del pintor en los inicios del siglo XVI.

Estilísticamente, en el Llanto sobre Cristo muerto, prevalece un fuerte componente gótico, aunque con una decidida decantación por la tradición flamenca a partir del dominio del dibujo. Las figuras aparecen planteadas en suave escorzo —magníficas las manos de la Virgen— y confirman el tipo de rostros grandes usados por el pintor, de formas ovaladas, bocas menudas, cejas arqueadas y ojos rasgados, así como los cabellos ondulados. También son característicos los nimbos con el fondo dorado y ribeteados por un punteado, junto a la repetición de algunos elementos en distintas figuras, como es el caso de la cenefa que recorre los bordes de los mantos, común en la Virgen, San Juan y la Magdalena.

Maestro de Osma. Santoral de la predela de un retablo
Iglesia de Ntra. Sra. de la Asunción, Corrales de Duero (Valladolid) 
Es destacable la suntuosidad en el tratamiento de las telas, con plegados acartonados de influencia flamenca. Asimismo, al modo flamenco y con una ejecución técnica meritoria, el pintor muestra el gusto por los pequeños detalles, describiendo con gran precisión la corona de espinas trenzada con tallos verdes, la morbidez de los detalles faciales de las figuras, con gestos de humildad y serena concentración, incluyendo lágrimas sobre las mejillas de todos los personajes y ojos entornados por la muerte en Cristo, así como pequeñas pinceladas en barbas y cabellos, diferentes texturas, etc.      

El colorido mantiene una gran armonía, predominando las tonalidades blancas, carmines, azules y verdes, reservando discretas superficies en la indumentaria de la Magdalena, José de Arimatea y Nicodemo para la inclusión de lujosos brocados dorados con diseños de piñas o granadas, tan característicos en Castilla en los finales del gótico y principios del Renacimiento. En este sentido, sigue la estela de Rogier van der Weyden en su célebre Descendimiento (Museo del Prado).

Maestro de Osma. Tablas de la Asunción y la Epifanía
Museo Arqueológico Nacional, Madrid
No obstante, en líneas generales el tema aparece lo suficientemente emotivo, pero sin concesiones al patetismo exacerbado. En definitiva, en la pintura del Maestro de Osma se aprecia un gran dominio del dibujo, pero puesto al servicio de escenas un tanto ingenuas y diáfanas, compuestas en torno a un eje central. Sobre una formación tardogótica, el pintor asume la influencia flamenca que le conduce al gusto por describir con detalle y minuciosidad los objetos y anatomías, así como la ornamentación de la indumentaria, incluyendo los ricos brocados tan apreciados en su época. También son destacables los errores en el uso de la perspectiva, apreciables en el fondo paisajístico de esta pintura, algo que contrasta con la precisa caracterización de los personajes.    


Informe y fotografías: J. M. Travieso.



Maestro de Osma. Retablo de San Miguel, 1500-1510
Museo Diocesano y Catedralicio, Valladolid 


NOTAS

1 WATTENBERG GARCÍA, Eloísa y otros: Guía del Museo de Valladolid. Colecciones. Junta de Castilla y León, Salamanca, 1997, p. 184.

2 VORÁGINE, Santiago de la: La Leyenda Dorada. Traducción del latín por Fray José Manuel Macías, Alianza Editorial, Madrid, 1982, p.959.










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15 de febrero de 2017

Conferencia: HISTORIA DEL SÁHARA, 18 de febrero 2017


CICLO DE CONFERENCIAS
"10 AÑOS DE DOMVS PVCELAE"









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13 de febrero de 2017

Música en febrero: GABRIEL'S OBOE (THE MISSSION), versión de 2Cellos



2CELLOS, Luka Sulic y Stjepan Hauser, interpreten Gabriel's Oboe, composición de Ennio Morricone para la película La Misión, acompañados de los solistas de Zagreb en su concierto clásico "Volver a las raíces", celebrado en el Lisinski Concert Hall de Zagreb en junio de 2015.

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10 de febrero de 2017

Theatrum: SAN ANTONIO ABAD, un monumental patrono de los animales












SAN ANTONIO ABAD
Taller de Juan de Juni (Joigny, h. 1507-Valladolid, 1577)
Hacia 1547
Madera de pino policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente del monasterio de San Benito el Real, Valladolid
Escultura renacentista española. Manierismo. Escuela castellana












Recreación virtual del retablo de San Antonio Abad en la iglesia
de San Benito el Real de Valladolid
En la iglesia del monasterio de San Benito el Real, de dimensiones catedralicias, la capilla mayor estuvo presidida por el incomparable retablo que realizara Alonso Berruguete entre 1526 y 1532. Al cabo de unos años, fueron encargados otros dos retablos para ocupar los ábsides laterales, el del lado del evangelio dedicado a San Marcos, copatrono del convento benedictino, y el del lado de la epístola dedicado a San Antonio Abad, patrón de los Hospitalarios, en ambos casos presididos por las esculturas titulares en la hornacina central de cada retablo. Tanto estos dos retablos, como el mayor y la sillería del coro, fueron desmantelados en 1835 a consecuencia de la desamortización de Mendizábal, pasando de forma un tanto caótica, junto a otras muchas obras de la iglesia, al recién creado Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid, desde 1933 convertido en Museo Nacional de Escultura.

Desde entonces se ha buscado filiación para esta magnífica escultura de San Antonio Abad, lo que ha dado lugar a todo un galimatías de atribuciones.  Aquel retablo era citado por Antonio Ponz (1725-1792) en su Viaje, donde relaciona la escultura con Alonso Berruguete, y por Eugenio de Llaguno y Amirola (1724-1799), que en su Noticia de los arquitectos y arquitectura de España se inclinaba por adjudicar la autoría a Gaspar de Tordesillas. Poco después, Isidoro Bosarte (1747-1807) afirmaba haber sido informado por el archivero de San Benito, el padre Mauro Monzón, de la existencia de unos documentos que corroboraban la autoría de Gaspar de Tordesillas.

El asunto se complicó con las teorías del historiador vallisoletano Juan Agapito y Revilla (1857-1944)1, que estimaba que la atribución de la escultura a Juan de Juni, tal como figuraba en el Catálogo del Museo de 1843 y en el Inventario de 1851, era "caprichosa a todas luces", apoyando la autoría de Gaspar de Tordesillas, como también lo hiciera Juan Martí y Monsó (1840-1912), en su Catálogo de 1874, y Pedro Muñoz Peña en la publicación de 1885 El Renacimiento en Valladolid : estudio crítico de las principales manifestaciones artísticas que de dicha época.

Fue Juan José Martín González (1923-2009)2 quien consideró que, mientras que Gaspar de Tordesillas fue un escultor próximo a los modos de Berruguete, la escultura de San Antonio Abad muestra rasgos estilísticos típicamente junianos. En la actualidad se acepta que el retablo, cuya estructura también se conserva parcialmente en el Museo Nacional de Escultura, es obra del entallador Gaspar de Tordesillas, que lo habría realizado hacia 1546, mientras que la escultura del santo, en el caso de que no se trate de una obra con la participación personal de Juan de Juni, su diseño, monumentalidad, su movimiento helicoidal y el tratamiento de los plegados y las barbas responden a los rasgos habituales del gran maestro borgoñón, por lo que puede considerarse como una obra salida de su taller3, en la que habrían intervenido sus más cercanos colaboradores.

El retablo, organizado en tres calles, se completaba con tres pinturas referidas a la Pasión de Cristo y la vida de San Antonio de Padua en la parte superior, destacando en la calle central el Calvario de gran tamaño realizado por Alonso Berruguete entre 1530 y 1535 para presidir el enterramiento de Juan Paulo de Oliveiro. Otras dos pinturas con episodios de la infancia de Cristo se colocaban en la parte inferior flanqueando la hornacina central, según Bosarte de autor desconocido y, como las superiores, de estilo goticista4.

San Antonio Abad o San Antón fue un santo con mucho predicamento en el siglo XVI, siendo muy habituales sus representaciones en el arte. Fue un monje cristiano que en el siglo IV fundó en Egipto el movimiento eremítico, afirmándose que llegó a vivir hasta los 105 años. En el siglo XII sus reliquias fueron trasladadas a Constantinopla, fundándose poco después una orden que tomó su advocación: la Orden de los Caballeros del Hospital de San Antonio u Orden de los Hospitalarios, distinguidos por el emblema de la tau o cruz egipcia. En torno a su figura  y su vida como eremita se difundió la leyenda piadosa de haber curado la ceguera de una piara de cerdos o jabalíes que se le acercó en su retiro, permaneciendo la madre de los animales durante toda su vida junto al santo como compañía y defensa.

Por este motivo, se generalizó una doble iconografía tanto en pintura como en escultura. En la pintura tuvo una gran aceptación su representación mostrando la resistencia de su fe ante las tentaciones durante su vida como eremita, mientras que en la escultura se consolidó una invariable iconografía cuyos atributos le presentan como un anciano longevo y venerable —concepto expresado con largas barbas—, revestido con el hábito hospitalario y descalzo, portando el libro de su Regla, sujetando un báculo que generalmente lleva un remate en forma de tau y acompañado por un cerdo a sus pies.

Extendida la idea del cerdo como un animal impuro, especialmente entre los musulmanes, la presencia de este animal junto al santo implica la redención de su impureza para los cristianos. San Antonio Abad sería muy venerado por su fama de sanador, especialmente relacionada con el ganado y los efectos de la peste, siendo esta la principal causa de la expansión de su culto y de convertirse en un santo muy popular como patrono de los animales domésticos, siendo constante en sus representaciones la compañía de un cerdo o jabalí que porta la esquila con la que antiguamente solían avisar los apestados.

La talla de San Antonio Abad se ajusta con precisión a la iconografía tradicional, siendo representado de pie en tamaño algo superior al natural, sujetando con su mano diestra elevada un báculo en forma de tau, vistiendo el hábito monacal con cogulla y escapulario, con gesto ensimismado al inclinar ligeramente la cabeza para dirigir la mirada al libro abierto que porta en su mano izquierda y la preceptiva figura de un jabalí que eleva su cabeza junto a sus pies.

En conjunto presenta un movimiento cadencial y elegante, que Martín González equipara a un emperador romano, estableciendo un suave movimiento helicoidal típicamente manierista que indiscutiblemente se relaciona con la obra de Juan de Juni. Muy expresivo es el trabajo de la cabeza, con grandes entradas, un gran mechón sobre la frente y cabellos y barba de dos puntas de rizos abultados que le proporcionan una gravedad que recuerda el empaque del Moisés de Miguel Ángel. El rostro, enjuto y con el ceño marcado, presenta una nariz recta, párpados abultados con ojos rasgados y la boca ligeramente entreabierta.

La figura muestra la habilidad para establecer los plegados, respondiendo al espíritu juniano los magistrales detalles de las arrugas del escapulario producidas por la presión del libro contra el hábito y el suave modelado de los pliegues, que recuerdan sus trabajos en barro. En la parte inferior el jabalí levanta su cabeza hacia el santo mientras parece abrirse paso entre la caída del hábito, lo que contribuye a realzar su dinamismo contenido y a identificar al santo.

Como en otras esculturas elaboradas en el taller de Juni en esa época, la policromía presenta matices preciosistas que casi le proporcionan un aspecto metálico. El hábito, de color ocre oscuro, está enteramente estofado con medallones y líneas esgrafiadas que simulan hilaturas de una tela real, lo mismo que el manto, localizando las más bellas labores ornamentales en la cogulla y el escapulario negro, con un repertorio de trenzados vegetales esgrafiados que hacen aflorar el oro para infundir a la figura una gran luminosidad. En una de las páginas del libro abierto se puede leer la inscripción "Domine labia mea aperiens et os meum anunciadem". Las carnaciones son mates, destacando los tonos canosos de los cabellos y las barbas y los pequeños matices de las arrugas, mejillas y párpados.

La escultura, tallada en madera de pino y concebida para ser colocada dentro de una hornacina, por su gran tamaño y como era habitual, está ahuecada en su parte posterior para reducir su peso y evitar la aparición de grietas.      


Informe y fotografías: J. M. Travieso.



NOTAS

1 AGAPITO Y REVILLA, Juan: La obra de los maestros de la escultura vallisoletana: papeletas razonadas para un catálogo, Tomo I. Valladolid, 1929, pp. 183-184.

2 MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José: Juan de Juni, vida y obra. Madrid, 1974. pp. 347-349.

3 ARIAS MARTÍNEZ, Manuel: San Antonio Abad. Museo Nacional Colegio de San Gregorio: colección / collection. Madrid, 2009, pp. 132-133.

4 HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio: Crucifixión. En: URREA FERNÁNDEZ, Jesús: Pintura del Museo Nacional de Escultura. Siglos XV al XVIII (I). Madrid, 2001, pp. 69-70.


















































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