28 de noviembre de 2014

Theatrum: SANTA EULALIA, el martirio indoloro de una santa enigmática







SANTA EULALIA O SANTA LÍBRADA DE BAIONA
Luis Salvador Carmona (Nava del Rey, Valladolid 1709 - Madrid 1767)
Hacia 1760
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente del convento de Mercedarios Descalzos de Valladolid
Escultura barroca cortesana. Transición al neoclasicismo








CUESTIÓN DE ICONOGRAFÍA

Esta notable obra escultórica tradicionalmente ha sido considerada por el Museo Nacional de Escultura como una representación de Santa Líbrada y así figura en antiguos catálogos y publicaciones. Sin embargo, desde que fuera presentada en La Lonja de Zaragoza entre septiembre y octubre de 2005, formando parte de la exposición "Tesoros del Museo Nacional de Escultura", tras un proceso de limpieza y una discreta restauración, ya que su estado de conservación es óptimo, en el catálogo de la exposición Jesús Urrea, por entonces director del museo vallisoletano, la presentaba por primera vez como Santa Eulalia, advocación que se ha mantenido en la cartela explicativa que le acompaña desde la apertura en el año 2009 de las remodeladas instalaciones del Museo.

Desconocemos el motivo exacto que ha llevado a cambiar su identidad, aunque podríamos encontrar la causa en su lugar de procedencia, el desaparecido convento de Nuestra Señora de la Merced de Valladolid, de la orden de la Merced Descalza, donde consta que en la capilla de Nuestra Señora de las Mercedes, terminada en 1749 y la más importante de la iglesia, existieron dos retablos colaterales, uno dedicado a Santa Eulalia de Barcelona y otro a San Dimas, cuyas imágenes pasaron al Museo tras el proceso desamortizador, una de ellas la que aquí tratamos.

Sabida es la estrecha relación de los mercedarios con la santa barcelonesa desde el mismo momento de la fundación de la orden. El fundador, San Pedro Nolasco, había comenzado practicando la caridad en el hospital de Santa Eulalia de la ciudad condal, donde residía, y desde allí encaminó su actividad benéfica a la redención de cautivos cristianos, labor que se convertiría en su principal objetivo. Con el apoyo del obispo Berenguer de Palou y del rey Jaime I, la fundación de una orden dedicada a este menester se oficializó el 10 de agosto de 1218 ante el emblemático sepulcro de Santa Eulalia venerado en la catedral de Barcelona. Si el rey don Jaime favoreció a la Orden de la Merced con la donación de parte de su palacio y otorgándola su escudo regio, por lo que inició su andadura como institución bajo protección real, el obispo Berenguer entregó a los mercedarios el hospital de Santa Eulalia y sus rentas. Ello explica que los mercedarios compartieran en sus conventos la devoción a la Virgen de la Merced con la de Santa Eulalia de Barcelona, como ocurrió en el convento vallisoletano.

Ahora bien, ¿encargaron los mercedarios expresamente a Salvador Carmona la imagen para su culto como Santa Eulalia o compraron la talla de la joven crucificada ya realizada por el escultor y después la veneraron como la mártir barcelonesa? Aunque este es un enigma que nunca podremos resolver, cabe la posibilidad de que los mercedarios descalzos hubiesen malinterpretado su identidad, dado que las iconografías de Santa Eulalia y Santa Líbrada ofrecen diversas analogías por basarse su hagiografía en antiguas y fantásticas leyendas piadosas que dificultan una interpretación acertada y convincente, como después veremos.

Esta posibilidad no debe desdeñarse, pues sin salir de Valladolid tenemos un caso constatado muy a mano: la veneración en el convento de San Quirce de una imagen de San Dimas que en realidad era el Cristo crucificado tallado por Francisco de Rincón en 1604 para el paso procesional de la Exaltación de la Cruz, en su día realizado para la Cofradía de la Sagrada Pasión. Este error no fue resuelto hasta 1993 gracias a las pesquisas de Luis Luna Moreno, que recompuso un puzle histórico por el que ahora sabemos que la imagen del crucificado era la que recibía culto a lo largo del año, desmontada del paso procesional y como Santo Cristo de la Elevación, en un altar situado el lado del Evangelio de la cabecera de la iglesia penitencial de la Pasión. Cuando la iglesia fue cerrada al culto en 1932, al parecer por su estado ruinoso, la imagen fue trasladada junto a otros bienes de la cofradía al convento de San Quirce, mientras que el resto del conjunto, los dos ladrones y cinco sayones, ingresó en el Museo Nacional de Escultura. La comunidad de monjas cistercienses contribuyó a la confusión venerando en la clausura a un San Dimas que no era tal.

Por si esto fuera poco, existe una confusa iconografía, interpretada más con fines catequéticos que con un rigor ajustado a la tradición hagiográfica, por la que no sólo es Santa Líbrada la representada como una joven crucificada, sino que de este modo también aparecen en ocasiones, entre otras, las vírgenes y mártires Santa Julia de Cartago, Santa Blandina de Lyon, Santa Fermina de Amelia, Santa Febronia, Santa Tarbula, Santa Eulalia de Mérida y Santa Eulalia de Barcelona.

Sin embargo, también disponemos de indicios para suponer que la santa representada se trata de Santa Líbrada, como era considerada hasta tiempos recientes. La explicación la encontramos al ser aceptada sin reservas la autoría de Luis Salvador Carmona, escultor que junto a Francisco Salzillo representa la máxima cota del virtuosismo imaginero alcanzado en España por la escultura religiosa tardobarroca, pues el escultor vallisoletano ya había realizado una imagen de Santa Líbrada de idénticas características. Por eso sorprende el cambio de advocación, ya que se puede comprobar que el propio Luis Salvador Carmona había realizado hacia 1755 tres esculturas para la iglesia madrileña de San Justo y Pastor (actual basílica de San Miguel), entre ellas una imagen de Santa Líbrada que guarda una extraordinaria similitud formal con esta de Valladolid. Si la identidad de la imagen madrileña no ofrece lugar a dudas, por estar autentificada en la rotulación de un grabado de la imagen, realizado en 1756 por Manuel Salvador Carmona, sobrino del escultor, ¿por qué la imagen vallisoletana, prácticamente idéntica, debe considerarse como Santa Eulalia y no como una segunda versión de Santa Líbrada? ¿Fue capaz el escultor de representar de la misma manera a dos santas distintas con una diferencia de cuatro años?

Por otra parte, tradicionalmente el arte catalán suele utilizar como atributo identificativo de Santa Eulalia de Barcelona, desde la Edad Media, la cruz aspada o cruz de San Andrés, como ocurre en las pinturas de Bernat Martorell y en otras tantas representaciones, así como en los significativos relieves realizados por Bartolomé Ordóñez en 1519, con episodios de su vida, que conforman el trascoro de la seo barcelonesa. Por tanto, teniendo en cuenta que Salvador Carmona hizo un modelo precedente de Santa Líbrada y que su escultura de Valladolid en nada se ajusta a las referencias iconográficas catalanas, ¿se puede afirmar que realmente representa a Santa Eulalia?

LUIS SALVADOR CARMONA COMO IMAGINERO DEL SIGLO XVIII
   
Luis Salvador Carmona nació el 15 de noviembre de 1709 en Nava del Rey (Valladolid), donde creció en contacto con las geniales creaciones barrocas de los talleres vallisoletanos, tanto de Bernardo Rincón y Gregorio Fernández, como de sus seguidores Juan y Pedro de Ávila. Inició su formación en Segovia, donde un canónigo se percató de sus posibilidades y ejerció como protector, logrando que, con el consentimiento paterno, fuese a estudiar al taller que el asturiano Juan Alonso Villabrille y Ron tenía instalado en Madrid, el más prestigioso de la Corte.

Ya convertido en maestro, trabajó asociado al taller de Villabrille junto al  escultor segoviano José Galván, pero al fallecer su maestro logró abrir su propio taller en la calle Hortaleza de la capital de España. En 1731 contrajo matrimonio con la joven madrileña Custodia Fernández de Paredes, trasladando su obrador primero a la calle Santa Isabel y después a la de Fúcares (Jesús de Medinaceli). Su imparable actividad comenzó en 1739 con motivo de colaborar en un retablo de la iglesia de Santa Marina de Vergara, lo que le proporcionó una clientela vasca que le reclamaría obras de continuo. Después participó en la decoración del nuevo Palacio Real de Madrid y atendiendo encargos de distintas iglesias madrileñas, logrando en 1746 una plaza de profesor en la Academia de Bellas Artes y dos años después el puesto de Teniente de Escultura en la recién creada Academia de San Fernando, un cargo que le homologaba a la nobleza.

Tras quedar viudo en 1755, cuatro años más tarde contrajo de nuevo matrimonio con Antonia Ros Zúcaro, pero al volver a enviudar en 1761, como consecuencia de un sobreparto, su salud se resintió y su carácter se tornó depresivo, padeciendo otras enfermedades que le apartaron del trabajo hasta su muerte en Madrid el 3 de enero de 1767, siendo enterrado en la iglesia de San Sebastián de la capital de España.

Atrás dejaba una la estela de un prolífico trabajo -más de quinientas obras-,  repartido por la práctica totalidad de órdenes conventuales y el ámbito de la Corte, siempre con una obra de inigualable calidad por su esmerado diseño y virtuosismo técnico, tanto en madera como en piedra, dejando una auténtica antología de esculturas sacras que evolucionaron del barroco más genuino, incluyendo referencias al naturalismo dramático de Gregorio Fernández y al trabajo en finísimas láminas de madera de Pedro de Mena, a las tendencias neoclásicas implantadas en su época, siendo habituales las correctas anatomías, los plegados al viento movidos por una fina brisa y las elegantes tonalidades de la policromía influidas por el gusto rococó. Su figura destaca entre los numerosos miembros de su familia que se dedicaron a distintas facetas de las artes plásticas.

Un buen ejemplo de su buen hacer es esta obra maestra de Valladolid, de tan complicada iconografía, que presenta a una joven crucificada con cuatro clavos sobre una cruz que reproduce fielmente el tronco de un árbol. La imagen de la santa está sumamente idealizada, guarda bellas proporciones en una anatomía que sugiere la posición de contrapposto, cubierta por una elegante túnica de amplio cuello, recogida en los puños y ceñida en la cintura por una cinta roja que forma un lazo al frente, con rostro de tersura adolescente, boca entreabierta, larga cabellera, la cabeza ligeramente girada a su derecha y la mirada emotivamente levantada al cielo. Es una imagen que huye de la expresión dolorosa para centrarse en el arrebato espiritual y la ternura de una adolescente cuyo cuerpo aparece ingrávido e indoloro, casi en éxtasis, con un marcado sentido ascensional.

En ella Salvador Carmona hace gala de su pericia, tanto en la creación de personajes de aspecto real como en la talla de la madera para reproducir magistrales efectos de fuerte naturalismo, como es el caso de la cruz y sobre todo de la túnica, tallada en sus bordes con tan finísimo grosor que asemeja una tela real, así como en la utilización de ojos de cristal y dientes de marfil en un rostro cuya dulzura evoca las obras de Pedro de Mena. Se remata con una esmerada policromía a pulimento que incluye bellos motivos florales en la túnica a punta de pincel, de acuerdo a los gustos decorativos de mediados del XVIII, con resonancias del Rococó, y ligeros regueros de sangre en manos y pies. De alguna manera la imagen también incorpora una suave brisa de viento como agente de movimiento en los pliegues, solución generalizada en el barroco desde que fuera introducida por Bernini. Una estética de fuerte barroquismo en la que el escultor ofrece la característica atenuación del patetismo de su última etapa, abriendo las puertas al movimiento neoclasicista.       


EL PROBLEMA ICONOGRÁFICO: ¿SANTA LÍBRADA O SANTA EULALIA?

Recordando la autentificada imagen madrileña de Santa Líbrada de Luis Salvador Carmona, citada por Ceán Bermúdez, que representa a la niña santa crucificada y vestida con una túnica y policromía muy similar al modelo del Museo Nacional de Escultura, con el mismo dolor atemperado y el mismo tipo de cruz leñosa, sólo encontramos ligeras variantes respecto a la obra de Valladolid, básicamente en los drapeados, que son más agitados, y en que la santa aparece crucificada con tan sólo tres clavos. Si retomamos el planteamiento de la incógnita acerca de la identidad de la santa que representa la escultura —Santa Líbrada o Santa Eulalia—, nos encontramos ante un problema en el que es necesario moverse en el campo de la mera especulación, para lo que intentamos aportar información ilustrativa.


SANTA LÍBRADA DE BAIONA

Santa Líbrada o Liberada (España), Santa Liberata (Italia), Santa Livrade (Francia), Santa Eutrópia (Grecia) o Santa Wilgefortis (Alemania, Polonia y Países Bajos).
     La hagiografía de esta santa se basa en una leyenda medieval que generó en el mundo del arte una curiosa iconografía. Santa Líbrada habría nacido el año 119 en Baiona (Pontevedra), hija de Lucio Castelio Severo, gobernador de Gallaecia. Su madre, Calsia, tuvo en un solo parto nueve niñas que por temor a ser acusada de infidelidad entregó a su sirviente Sila para que las ahogara en el Miño, aunque por compasión esta las repartió por casas de familias conocidas, siendo después bautizadas por el obispo San Ovidio. Con el paso del tiempo, sería su propio padre quien las juzgara por ser cristianas, siendo las hermanas Líbrada y Marina condenadas a morir crucificadas, hecho que ocurrió el 18 de enero de 139, cuando Líbrada tenía 20 años.

Su devoción alcanzó una gran difusión en el siglo XV por tierras de Galicia y Portugal, convirtiéndose en especial punto de referencia la catedral de Sigüenza, a donde fueron a parar sus reliquias, parte de las cuales fueron trasladadas a Baiona el 20 de julio de 1515, celebrándose desde entonces su festividad cada año en esa fecha. Símbolo de la fe y la fortaleza, su devoción se extendió por toda España y la mayor parte de los países iberoamericanos, donde aún recibe culto en numerosas iglesias, difundiéndose en estampas, pinturas y esculturas la figura de la joven crucificada.

Santa Wilgefortis
Esta leyenda gallega se incrementa con otra paralela ideada por el imaginario popular, según la cual el padre de Santa Líbrada era el rey de Portugal, que siendo niña la prometió al rey moro de Sicilia. Habiendo hecho voto de virginidad, y para evitar un matrimonio no deseado, Líbrada pidió a Dios que convirtiera su belleza en un ser repulsivo, siendo atendida su petición con el crecimiento de barba y vello por todo el cuerpo, lo que junto a su extrema delgadez por dejar voluntariamente de comer,  sufriendo una patología que hoy podríamos considerar como bulimia y anorexia, provocó el rechazo del rey musulmán. En un rapto de ira, su padre ordenó que fuese crucificada. La leyenda de esta santa portuguesa, que nunca fue canonizada, tuvo una gran aceptación, especialmente en Alemania, a través de su veneración como Santa Wilgefortis (Virgen fuerte), considerada patrona de los casamientos no deseados y generando una peculiar iconografía de la joven crucificada con túnica y un rostro con barba que recuerda a Cristo, tal y como aparece en numerosas iglesias germánicas, italianas, etc.

La historia de Santa Líbrada, a pesar de que hoy podamos considerarla fruto de la mera fantasía, generó a lo largo de siglos una enorme devoción en España, Europa y países latinoamericanos, siendo eliminada del calendario litúrgico junto a otros santos, como San Cristóbal o San Jorge (santos sin pruebas de existencia), en una revisión tan reciente como la que hiciera en abril de 1969 el papa Pablo VI.

Santa Eulalia, patrona de Mérida, con el horno y la palma
Según esta breve exposición, estaría justificada la representación de Santa Líbrada como una adolescente crucificada, con barba o sin ella, tal y como aparece en la idealizada escultura de Luis Salvador Carmona y en otras muchas representaciones plásticas de la santa legendaria diseminadas por toda España, cuyo epicentro devocional es la iglesia a ella dedicada en Baiona (Pontevedra), lugar de su supuesto nacimiento.

SANTA EULALIA DE MÉRIDA Y SANTA EULALIA DE BARCELONA

Más complicado es establecer que la joven mártir crucificada se trate de Santa Eulalia, pues oficialmente en el Martirologio Romano se distinguen dos santas con el nombre de Eulalia, una originaria de Mérida y otra de Barcelona, con el agravante de que ninguna de ellas murió en una cruz similar a la de Cristo y por existir la posibilidad de que la biografía de la santa barcelonesa sea un desdoblamiento de la emeritense, es decir, dos leyendas solapadas sobre una misma persona, compartiendo su veneración como vírgenes y mártires de la Hispania romana.

Santa Eulalia de Mérida
Las fuentes documentales que avalan la existencia real de San Eulalia de Mérida es el Peristephanon, con referencia biográficas escritas por el poeta Aurelio Prudencio el año 405, y una Passio apócrifa del siglo VII posiblemente escrita por las monjas del convento de San Mario de Mérida.

Restos de la basílica paleocristiana de Santa Eulalia en Mérida
Santa Eulalia o Santa Olalla de Mérida habría nacido hacia el año 292. Era hija del senador romano Liberio, recibiendo de niña su adoctrinamiento cristiano por parte del presbítero Donato. Después de que en el año 303 se publicaran edictos de persecución contra los cristianos, según órdenes del emperador Diocleciano, el prefecto Calpurniano, lugarteniente del gobernador Daciano, ordenó en Mérida la asistencia masiva de la población para realizar sacrificios a los dioses. Eulalia acudió acompañada de su doncella Julia y recriminó al prefecto su actitud contra los cristianos y la injusticia de verse obligados a adorar lo que ella consideraba simples ídolos, tras lo cual fue apresada y martirizada.
El 10 de diciembre de 304 sus pechos fueron despedazados con garfios, fue azotada con látigos con puntas de plomo, derramaron aceite hirviendo sobre sus heridas, colocaron teas junto a su cuerpo y finalmente murió quemada en un horno, especificando Aurelio Prudencio que su cuerpo no sufrió quemaduras, que fueron testigos todos los presentes que al expirar de su boca salió su alma en forma de paloma blanca y que una insólita y prodigiosa nevada cubrió su desnudez.

Sus reliquias, tanto el templo que contenía sus restos como su túnica, ya fueron veneradas por los hispanorromanos, que levantaron en Mérida un martyrium —centro de peregrinación convertido en basílica desde el siglo XIII—, al parecer el primer templo cristiano levantado en Hispania tras la Paz del emperador Constantino, siendo después objeto de veneración por los godos y por el rey Pelayo, al que la leyenda piadosa cuenta que favoreció en su lucha contra los musulmanes, incorporándose con el paso del tiempo a su historia póstuma infinidad de prodigios. Para preservarlos de las incursiones musulmanas, Don Pelayo trasladó los restos a Pravia (Asturias), pasando en tiempos de Alfonso II a la catedral de Oviedo, donde obtuvo capilla propia en 1697 para venerar el arca de sus reliquias. La santa quedaría estrechamente ligada a la ciudad asturiana por su tradicional devoción.

Detalle del martirio de Santa Eulalia. Maestro de Villamediana, s. XV
Museo Diocesano, Palencia
La figura de Santa Eulalia de Mérida ha generado una iconografía secular, siendo una de las imágenes más antiguas su representación en el cortejo de santas que portando ricas coronas en sus manos se dirigen a la Virgen en el mosaico bizantino de la iglesia de San Apolinar Nuevo de Rávena. Su representación más extendida es la que la presenta con una palma de martirio en una mano y un pequeño horno en la otra, a veces portando un libro, una cruz, una paloma o una parrilla, casi nunca crucificada. La fiesta de la santa emeritense se celebra cada 10 de diciembre en conmemoración de su martirio.



Santa Eulalia de Barcelona
Por su parte, la existencia real de Santa Eulalia de Barcelona es un problema que sigue originando un debate no resuelto por los bolandistas, que lo recogieron en el tomo 77 de su Analecta Bollandistae. La primera referencia conocida de la mártir barcelonesa es el himno Fulget hic honor sepulcri, compuesto por el obispo Fulgencio de Barcelona en 656, tres siglos después del tormento.

Sepulcro de Sata Eulalia. Cripta de la catedral de Barcelona
Su hagiografía es similar a la de la santa emeritense, una niña de familia noble, hija de Fileto y educada en el cristianismo a las afueras de Barcino (actual territorio de Sarriá), que durante las persecuciones de Diocleciano se presenta sola ante el gobernador Daciano haciendo profesión de fe y recriminando las represiones, siendo martirizada por no renunciar a su fe con trece castigos, tantos como años tenía, como latigazos, desgarres con garfios, quema en la hoguera y finalmente crucificada en una cruz con forma de aspa (San Andrés), saliendo igualmente al morir una paloma blanca de su boca y cayendo una nevada que cubrió de blanco su virginal cuerpo desnudo. Canonizada en 603, los episodios de su vida y martirio fueron plasmados por el arte catalán medieval y representados con maestría por Bartolomé Ordóñez en 1519 en los relieves del trascoro de la catedral de Barcelona, a cuyo primitivo templo fueron llevadas las supuestas reliquias después de que fueran descubiertas en 878 por el obispo Frodoino en la iglesia de Santa María de las Arenas (actual Santa María del Mar). Santa Eulalia, cuya perseverancia en la fe fue ensalzada por San Agustín, fue convertida en patrona de Barcelona y El Martirologio Romano estableció la celebración de su fiesta anual el 12 de febrero.

Realizada esta escueta exposición de las dos Santas Eulalias se aprecian varias similitudes o coincidencias, como su pertenencia a nobles familias, su adolescencia, la perseverancia en su fe, su tortura con hierro y fuego, la salida de una paloma por su boca y la nevada que cubrió su cuerpo muerto. Pero también son reseñables ciertas diferencias, como su diferente martirio en Mérida por el gobernador Calpurniano y en Barcelona por el célebre Daciano, una acompañada por su doncella Julia y la otra sola, la primera hija de Liberio y la segunda de Fileto, aunque la principal diferencia es la muerte de la emeritense en un horno y la barcelonesa en la cruz de San Andrés.

A pesar de todo, ¿se trata de dos santas diferentes o es un doble relato del martirio de la misma persona? La antigüedad del culto de Santa Eulalia de Mérida hace presuponer su verdadera existencia, que queda avalada por los escritos de Prudencio en 405 y después por las citas de San Agustín, San Martín de Tours, el Martirologio Jeronimiano y el de Cartago. Sin embargo, la santa barcelonesa aparece citada por primera vez en el siglo VII en la Passio de Santa Leocadia y en el mencionado himno del obispo Fulgencio, por tanto  bastante posterior. Dada la poca consistencia de los datos documentales de la biografía de esta santa, a la que la tradición piadosa incrementó pasajes de su martirio, se puede deducir que puede tratarse de una reinterpretación o desdoblamiento de la santa emeritense, una duplicidad ya apuntada por Ángel Fábrega Grau en su trabajo "Santa Eulalia de Barcelona, revisión de un problema histórico", publicado en 1958, a pesar de que algunos autores catalanes se empeñan en defender la tesis de la existencia real de la santa local.

Sea como sea, en las primitivas representaciones del martirio de Santa Eulalia la joven suele aparecer portando como atributos la palma, común a las mártires y vírgenes, y un horno en el caso de la emeritense, o la cruz de San Andrés en el caso de la barcelonesa. Entonces, si la original y elegante escultura de Luis Salvador Carmona no se ajusta en absoluto a la iconografía tradicional de la dos "Santas Eulalias" y por el contrario es idéntica a la imagen de Santa Líbrada tallada por el mismo escultor ¿por qué es presentada con esa advocación y no con la que siempre tuvo? Entiéndase todo esto como un simple y entretenido juego de especulación iconográfica.


Informe: J. M. Travieso.

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26 de noviembre de 2014

Arte en Valladolid: ALONSO BERRUGUETE, escultor



Reportaje de Radio Televisión de Castilla y León.

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24 de noviembre de 2014

21 de noviembre de 2014

Theatrum: RETABLO DE LA CAPILLA MALDONADO, genuino barroco vallisoletano







RETABLO DE LA CAPILLA DE LAS MALDONADO
Arquitectura: Melchor de Beya
Pintura: Diego Valentín Díaz (Valladolid, 1586-1660)
Escultura: Francisco Alonso de los Ríos (Valladolid, h. 1595-1660)
1631-1634
Óleo y madera policromada
Iglesia de San Andrés, Valladolid
Pintura y escultura barroca. Escuela de Valladolid







La iglesia de San Andrés tiene su origen en una ermita levantada hacia el año 1236, en cuyo recinto fueron sepultados tiempo después los ajusticiados en la ciudad, entre ellos el célebre Condestable don Álvaro de Luna, antes del traslado de sus restos a la capilla familiar de la catedral de Toledo.

Convertida en parroquia de un populoso barrio en 1482, el edificio fue insuficiente y ruinoso, lo que dio lugar a su reconstrucción a partir de 1527, aunque sería a finales del siglo XVI cuando se renovó el proyecto bajo el mecenazgo del franciscano vallisoletano Fray Mateo de Burgos, obispo de Sigüenza, que había sido bautizado en la primitiva iglesia y que después ejercería como confesor de la reina Margarita de Austria.

Como era habitual, las obras comenzaron por la cabecera, donde se levantó un ábside poligonal con contrafuertes, siguiendo pautas goticistas, para el que el prelado adquirió el magnífico retablo gótico desechado de la iglesia de San Pablo cuando el Duque de Lerma adquirió el patronato de la capilla mayor y decidió sustituirle por otro que emulara al del monasterio de El Escorial. En 1740 aquel retablo asentado en San Andrés sería reemplazado por el actual, fastuosa obra barroca realizada por Juan de Correas.  

En 1631 se levantaba el crucero barroco de San Andrés, con una gran cúpula rebajada sobre pechinas, sustentada sobre cuatro columnas de piedra y orden gigante adosadas a los ángulos del crucero. Junto a él también fue construida una capilla anexa que fue fundada y sufragada por las hermanas doña Isabel y doña Catalina Enríquez Maldonado con la intención de convertirla en panteón familiar, siguiendo la costumbre de la época. Este recinto, abierto en el lado del Evangelio del crucero, fue trazado por el arquitecto Francisco de Praves y llevado a cabo por Juan del Valle, que preservó en los muros laterales los espacios para los enterramientos. Al mismo tiempo, fueron encargados tres ricos retablos que habrían de presidir los cultos en la capilla de las Maldonado, trabajo para el que fueron elegidos notables artistas que participaban de la frenética actividad artística que en esos años conocía Valladolid.


La sencilla iglesia, de una sola nave, crucero no destacado en planta y ábside poligonal, fue incorporando en años sucesivos tres tramos de capillas laterales, una bóveda de cañón con lunetos y decoración de yeserías planas, una sacristía junto al crucero y una torre de tres cuerpos en ladrillo. En 1733 el pintor Ignacio de Prado pintaba sobre las pechinas de la cúpula las figuras de los Cuatro Evangelistas. El proceso constructivo de San Andrés finalizaría entre los años 1772 y 1776, cuando el arquitecto Pedro González de Ortiz, con gusto neoclásico, trazó y levantó el resto del edificio, incorporando cuatro nuevas capillas, un amplio pórtico y la austera fachada, participando en su financiación el franciscano Fray Manuel de la Vega y Calvo, Comisario General de Indias e hijo ilustre de la parroquia, que dejó su impronta en algunas devociones incorporadas al templo, como las capillas dedicadas a San Antonio de Padua y San Francisco de Asís.

EL RETABLO DE NUESTRA SEÑORA DE LOS ÁNGELES DE LA CAPILLA DE LAS MALDONADO

Fue el prestigioso ensamblador y escultor Melchor de Beya quién en 1631 hizo la traza y la parte arquitectónica de los tres retablos de la Capilla de las Maldonado, dos colaterales con una pintura de gran formato y el retablo principal en el que se combina pintura y escultura, igualmente presidido por un gran lienzo central dedicado a la Virgen. Con una arquitectura de gran pureza clasicista, el retablo presenta un sotabanco de madera lisa, banco, un único cuerpo estructurado en tres calles y un alto ático en el que se prolonga la calle central, con pedestales laterales rematados por bolas de inspiración herreriana.

Toda la obra pictórica fue encargada al vallisoletano Diego Valentín Díaz, el más destacado pintor de la ciudad durante el segundo cuarto del siglo XVII, mientras que la escultura fue encomendada a Francisco Alonso de los Ríos, un escultor con el taller en "la cruz de San Andrés" que imitaba los modelos de su contemporáneo Gregorio Fernández, aunque infundiendo a las figuras su propio estilo, con rostros muy elaborados y originales plegados en las telas.

El banco está presidido por un tabernáculo en forma de templete, con una Alegoría de la Fe en relieve en la puerta del sagrario y pequeñas hornacinas a los lados con las esculturas de San Pedro y San Pablo en bulto, mientras que en los laterales se alternan las escenas pintadas de la Anunciación, el Nacimiento, la Adoración de los Reyes y la Presentación en el templo con otras colocadas en los netos de las columnas en las que aparecen cuatro santos.

El cuerpo, de una gran elegancia clasicista, está ocupado por una pintura de gran tamaño y ancho marco que representa a Nuestra Señora de los Ángeles, iconografía de la que Diego Valentín Díaz hizo otras versiones, como la conservada en la iglesia de San Miguel. A los lados, entre gruesas columnas corintias adosadas, enlazadas por guirnaldas, se abren hornacinas que albergan las tallas policromadas de San Juan Bautista y San Antolín, obras de Francisco Alonso de los Ríos que siguen de cerca los prototipos fernandinos tan solicitados en su tiempo, aunque interpretados de forma muy personal. Este cuerpo se remata con un elegante entablamento formado por un friso corrido decorado con roleos en relieve policromados, al que se superpone una cornisa dorada recorrida por dentículos con forma de pequeñas ménsulas que representan pequeñas hojas de acanto.

En el alto ático que remata el conjunto, un encasillamiento de aire manierista y con forma de templete, formado por dos estilizadas columnas corintias sobre pedestales cajeados y rematado por un frontón triangular abierto, alberga un fondo pintado con un celaje, en el que aparecen el sol y la luna, al que se antepone una imagen de Cristo crucificado, obra de Pedro de la Cuadra, que no corresponde a la composición original, pues sin que conozcamos los motivos, en los años 60 del siglo XX el conjunto del Calvario original del retablo, elaborado por Francisco Alonso de los Ríos para las Maldonado y sin ningún tipo de amenaza de deterioro, fue desmontado y trasladado a la capilla del recién construido Seminario Diocesano Mayor, junto a cuyo altar permanece en la actualidad. El vacío producido en el espacio fue ocupado por el mencionado crucifijo de Pedro de la Cuadra, que procede de la iglesia de San Ildefonso de La Cistérniga. Se mantienen en su sitio, a los lados del ático, las voluminosas imágenes de Santa Isabel y Santa Catalina, también influidas por los modelos femeninos de Gregorio Fernández, junto a las que aparecen como remates unos pedestales coronados por bolas doradas.

En los muros laterales del recinto, enfrentados entre sí, se abren dos lucillos que contienen emparejadas esculturas funerarias de la familia Enríquez Maldonado, un hombre y una mujer en uno de ellos y en el otro dos mujeres. Las cuatro esculturas son también obra de Francisco Alonso de los Ríos, que reproduce en alabastro los modelos implantados en Valladolid por Pompeo Leoni, cuyos prototipos fueron seguidos después por todos los escultores barrocos de la ciudad en los enterramientos de personajes nobles, con las efigies orantes de rodillas y con las manos juntas a la altura del pecho, el caballero con armadura, golilla y manto y las damas con lujosos vestidos de mangas anchas, golilla y ricos tocados. No obstante, en el trabajo en piedra el escultor no consigue la misma expresividad que en la imaginería en madera, acusando las cuatro efigies cierto convencionalismo y rigidez por tratar de ajustarse a un modelo impuesto.

Nuestra Señora de los Ángeles. Diego Valentín Díaz
Se trata de una pintura de excelente calidad en la que Diego Valentín Díaz, pintor culto y de profunda religiosidad, despliega uno de sus habituales repertorios repletos de ángeles para convertir la escena en una alegoría de exaltación mariana relacionada directamente con el tema de la Asunción corporal de la Virgen.
El espacio se organiza en tres niveles; uno inferior que incluye un paisaje terrenal, con un valle salpicado de árboles que deja ver unas montañas al fondo, y grupos de ángeles músicos a los lados del primer plano, figuras que fueron un recurso repetidamente utilizado por el pintor, en este caso tañendo un órgano positivo y un arpa; otro superior, donde entre nubes doradas y ángeles sobrevuela la figura de Dios Padre con el manto desplegado y en actitud de bendecir, así como el Espíritu Santo en forma de luminosa paloma; el tercer nivel, situado en la parte central, ocupa la mayor parte de la pintura con una composición organizada en torno a un círculo central que irradia ejes en todas las direcciones, con la Virgen y el Niño en su regazo ocupando el centro del espacio.

La Virgen aparece sedente y elevada en el aire por una corte de ángeles y querubines entre nubes que configuran un trono. Viste una indumentaria tradicional y simbólica formada por una túnica roja, una toca blanca en la cabeza y un manto azul sobre esta que también se cruza sobre las piernas, donde reposa recostada la dinámica figura del Niño sobre un paño con ribetes de encajes. María levanta los brazos en actitud de ofrenda y oración mientras contempla al Divino Infante, recortándose su busto sobre un resplandor que forma una gran corona, de modo que su figura parece estar revestida de sol —amicta sole— según una adaptación de la imagen implantada en la tradición como Mujer del Apocalipsis, iconografía ya desplegada en la plástica gótica y que en la escultura barroca contemporánea a esta pintura tuvo su correspondencia con la colocación de una gran corona de orfebrería, en forma de llamas, colocada alrededor del cuerpo entero de la Virgen para sugerir la luz de la Gloria.


De forma muy hábil, el pintor coloca decenas de ángeles sin atributos, unos formando grupos y otros aislados entre nubes, jugando con la paleta para establecer una corona luminosa, alrededor de la cabeza de la Virgen, formada por pequeñas cabezas de querubines difuminados.
Por su calidad de ejecución y peculiar iconografía, la pintura se sitúa entre lo más original y creativo de la pintura vallisoletana en las primeras décadas del siglo XVII, ajustándose al movimiento de exaltación contrarreformista imperante.

San Juan Bautista y San Antolín. Francisco Alonso de los Ríos

Las dos esculturas, de tamaño natural, se sitúan a los lados de la pintura de la Virgen de los Ángeles. Seguramente, su presencia debió ser solicitada por la devoción personal de la familia Maldonado, pues el santoral del retablo no guarda relación entre sí, ni sigue un programa iconográfico de temática unificada.

San Juan Bautista presenta una anatomía vigorosa, sujetando en su brazo izquierdo un libro sobre el que reposa un cordero que señala con su mano derecha, al tiempo que sostiene una cruz en su calidad de Precursor. Viste una túnica de piel de camello y un manto rojo con el revés ornamentado con grandes motivos florales sobre fondo blanco. La cabeza, ligeramente inclinada, presenta una larga melena, con un abultado bucle sobre la frente, y una larga barba. En conjunto se inspira en modelos precedentes realizados por Gregorio Fernández para distintos retablos, tales como el del monasterio de las Huelgas de Valladolid (1613), el de la iglesia de San Miguel de Vitoria (1624) o el de la catedral de Plasencia (1630), aunque Francisco Alonso de los Ríos siempre introduce en sus obras matices muy personales.

Otro tanto puede decirse de la figura del santo diácono que identificamos con San Antolín, aunque los atributos incorporados no lo aclaren suficientemente. Podría tratarse de San Vicente, que en ocasiones también es representado de este modo, aunque generalmente se le acompaña de una cruz aspada o de una muela de molino en alusión a su martirio, siendo una devoción escasamente frecuentada por la escultura barroca castellana. Por el contrario, sí fueron conocidas las representaciones de San Antolín, sirviendo de precedente a esta escultura la imagen elaborada por Gregorio Fernández en 1606 para el retablo mayor de la catedral de Palencia, ciudad de la que es patrono, donde aparece con los mismos atuendos y atributos, repitiéndose el tipo de representación en otras muchas obras de la catedral palentina, a cuya diócesis perteneció Valladolid hasta septiembre de 1595.

Abundando en esta identificación, San Antolín también es patrón de Medina del Campo y su figura preside el retablo de la Colegiata medinense a la que da nombre, siendo muy posible que la localización de Valladolid a mitad de camino entre Palencia y Medina del Campo contribuyera a extender la devoción al santo diácono, como también ocurre en las poblaciones vallisoletanas de Fonbellida y Tordesillas.

San Antolín viste un alba con ornamentación floreada y una dalmática de tonos rojizos con simulación de bordados al frente realizados a punta de pincel y en cuyo interior se repiten los grandes motivos florales, así como una estola cuyo extremo pende del libro que porta en su mano izquierda. Su carácter de mártir queda definido por la palma que sujeta en la mano derecha. Como es habitual en la obra de Francisco Alonso de los Ríos, su anatomía es robusta, sus ademanes elegantes y su cabeza tonsurada, de grave gesto, en sintonía con algunos modelos de Fernández, lo mismo que la abultada indumentaria de gruesos pliegues, lo que no impide el dinamismo de la figura y su movimiento con naturalidad en el espacio.

Santa Isabel de Portugal y Santa Catalina de Alejandría. Francisco Alonso de los Ríos

Estas dos figuras femeninas aparecen colocadas en el ático, a los lados del templete central, hacia el que giran sus cabezas. Su presencia en el retablo responde a su condición de patronas de doña Isabel y doña Catalina Enríquez Maldonado y ambas recuerdan inevitablemente los modelos fernandinos, con un elegante movimiento corporal basado en el clasicismo que proporciona el contrapposto

Santa Isabel de Portugal, que recibió el nombre en honor a su tía abuela Santa Isabel de Hungría, aparece sujetando un libro en su mano derecha y con el cuerpo revestido por el ampuloso hábito de la Tercera Orden de Santa Clara del convento que ella misma fundó en Estremoz (Portugal) después de enviudar. El escapulario se desliza en diagonal al frente, mientras parte del manto queda recogido  y plegado bajo el libro, un recurso genuínamente fernandino. No luce la corona ni las rosas que suelen aparecer como atributos tradicionales. La figura se relaciona claramente con las creaciones de Santa Teresa y Santa Isabel de Hungría realizadas años antes por Gregorio Fernández.  

Santa Catalina de Alejandría responde a una iconografía más convencional, siendo fácil su identificación por la cabeza coronada del emperador Maximino, su perseguidor, colocada a sus pies. Es posible que también sujetara, según sugieren los dedos de las manos, los tradicionales atributos de la palma y un fragmento de la rueda dentada en la que sufrió el suplicio o de la espada con que fue finalmente decapitada. Ofrece un bello trabajo en la cabeza, cubierta por una elegante toca, y una vigorosa anatomía cubierta por una túnica y un ampuloso manto que se cruza al frente, ambos decorados con grandes medallones florales. En líneas generales, se aproxima a algunos modelos de la Magdalena de Gregorio Fernández.

     En otro orden de cosas, sería de agradecer que el Calvario original regresara desde el Seminario Diocesano a su lugar de origen en esta capilla de la iglesia de San Andrés, para que el conjunto, de tanta calidad y tan representativo del barroco vallisoletano en la tercera década del siglo XVII, recuperara toda su integridad original. Sería un excelente homenaje y una muestra de respeto al escultor Francisco Alonso de los Ríos, que dejó en este retablo lo mejor de su talento.     

Calvario original del retablo. Fco. Alonso de los Ríos, 1631-1634
Capilla del Seminario Diocesano de Valladolid


Informe y fotografías: J.M. Travieso.























Reconstrucción virtual del aspecto original del retablo














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19 de noviembre de 2014

Bordado de musas con hilos de oro: YA TODA ME ENTREGUÉ Y DÍ, de Santa Teresa de Jesús


Ya toda me entregué y dí,
y de tal suerte he trocado,
que mi Amado es para mí
y yo soy para mi Amado.


Cuando el dulce Cazador
me tiró y dejó herida,
en los brazos del amor
mi alma quedó rendida;
y, cobrando nueva vida,
de tal manera he trocado,
que mi Amado es para mí
y yo soy para mi Amado.


Hirióme con una flecha
enherbolada de amor,
y mi alma quedó hecha
una con su Criador;
Ya yo no quiero otro amor,
pues a mi Dios me he entregado,
y mi Amado es para mí
y yo soy para mi Amado.

TERESA SÁNCHEZ DE CEPEDA DÁVILA Y AHUMADA (1515-1582)
Quinto Centenario del Nacimiento de Santa Teresa de Jesús

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