13 de marzo de 2010

Historias de Valladolid: ¿DÓNDE ME MIRASTE...?, susurró la madera en la penumbra



     Circulan por los mentideros del arte infinidad de leyendas creadas por el imaginario popular en torno a grandes obras que desde el primer momento fascinaron a quienes las contemplaron. Una de las más conocidas es aquella localizada en Roma en el momento en que Miguel Ángel, recién terminada la colosal estatua de Moisés para el sepulcro del papa Julio II, se aleja ligeramente de ella para contemplar su aspecto global. Tras observarla desde distintos puntos de vista, se muestra plenamente satisfecho por haber conseguido sacar a la luz con exactitud la idea que él concebía encerrada dentro del bloque de mármol, la tensión dramática del profeta en el momento en que regresa con las Tablas de la Ley y encuentra a su pueblo adorando al becerro de oro. La mirada colérica de Moisés lo expresaba todo, la energía desprendida por la figura trascendía la materia pétrea en que estaba realizada. Es entonces cuando Miguel Ángel, consciente y orgulloso de su genialidad, toma un martillo, se acerca a la escultura y le propina un pequeño golpe en la rodilla al tiempo que le dice: "Habla".

     Y aún la leyenda se continuó con la respuesta de Moisés: "Creaste a David para hacer feliz el aire de Florencia y por eso es música para los florentinos; a mí me has hecho para estar sentado sobre la tumba de un papa y por eso guardo la voz de los muertos". Esta leyenda no es sino una forma sutil de reconocer la maestría del escultor, capaz de infundir vida interior a un enorme trozo de piedra.

     Una leyenda muy similar, de origen desconocido y contenido piadoso, también se ha popularizado en Valladolid en torno a la figura de Cristo atado a la columna que hiciera Gregorio Fernández en 1619 para la cofradía de la Vera Cruz. De esta leyenda, tan difundida en los ambientes artísticos de la ciudad, el historiador Matías Sangrador afirmaba ingenuamente "no hay prueba de ningún género". En realidad esto es lo de menos, porque se trata de una bonita leyenda cuyo trasunto es una muestra de cómo los vallisoletanos de otro tiempo mostraron su aprecio por una escultura que ha seducido a quienes la han contemplado desde el mismo momento en que fue elaborada, recibiendo un reconocimiento permanente a pesar de la evolución de los estilos y modas de cada época. Una obra que da auténtico sentido a la certera definición que hiciera el poeta Rafael Alberti: "El Barroco es la profundidad hacia afuera".

     Por este motivo queremos recrear la historia ficticia, de forma novelada, utilizando dos ingredientes. Por un lado, referencias temporales y personajes reales tomados de la biografía de Gregorio Fernández; por otro, situaciones de ficción en las que se inserta la propia leyenda.

     En aquel soleado 4 de marzo de 1619, el maestro Gregorio caminaba de regreso a casa por la calle del Sacramento. Las campanas del vecino convento del Sancti Spiritus marcaban el mediodía y por el aire llegaban los familiares y desagradables efluvios originados por el curtido de pieles en las Tenerías situadas junto al Pisuerga. El entorno de la vivienda estaba silencioso, sólo interrumpido por algunos golpes procedentes del interior del patio. El escultor, con gesto algo cansado, abrió con dificultad la trasera en el momento en que María, su esposa, salía de la casa portando prendas recién lavadas para tender en el patio.

-¡Qué pronto vuelves!- le dijo mientras apoyaba un barreño con ropas húmedas sobre grandes tablones apilados contra la pared -, ¿Has podido resolver todo?

-Ya ves, y aún me ha sobrado tiempo -contestó Gregorio con una mueca sonriente.

     En ese momento, del taller anexo a la vivienda salió Miguel de Elizalde, un joven navarro que allí trabajaba como oficial. Sorprendido de encontrar al gallego, se dirigió a él sonriente y le hizo una seña con la mano para que se acercara a una carreta cargada de bultos informes, todos cubiertos con mantas y amarrados con gruesas sogas.

-Ya está, maestro, todo preparado, no hace falta que vuestra merced llame a Manuel para que me ayude. Estos malditos sayones y el propio Pilatos ya pueden viajar a su destino, ¡y más protegidos y cómodos que el rey nuestro señor! He dejado en el taller la figura de Cristo porque el carro está completo, y además, porque bien merece un viaje para él solo. Ya os he dicho que, si por mí fuera, quedaría aquí para siempre.

-Esta mañana he estado en la cofradía de la Vera Cruz, donde están impacientes por recibir el encargo, pues ya tienen preparada la plataforma y aún no han visto las figuras terminadas con los accesorios, que quieren sacar en los desfiles a partir del próximo día 24, que es Domingo de Ramos. Así es que, como convenimos, se las entregas hoy mismo. Y del Cristo, ya hablaremos cuando vuelvas -dijo el escultor mientras le daba suaves palmadas en la espalda.

     El joven oficial asintió con la cabeza y se dirigió a la cuadra para preparar las mulas. María, que estaba escuchando a pocos metros, se acercó a Gregorio, le colocó la golilla y le sacudió de la pechera del negro jubón algunos restos de serrín, un fino polvo que en ocasiones lo cubría todo en aquella casa.

-¿Hablaste con don Diego? -preguntó la mujer esperando con ansia la respuesta.

-Sí, he pasado por San Lorenzo de regreso y hemos estado hablando de la detención del infortunado don Rodrigo Calderón el 20 de febrero, es el tema en todos los corrillos. Respecto a lo nuestro, está tan desesperado como yo porque no puede cumplir los plazos. Y encima no para de recibir correos para concertar nuevos contratos -respondió el escultor forzando una falsa sonrisa.

-Entonces, ¿te policromará las figuras que le pediste? Yo prefiero que lo haga él, es el mejor -cuestionó María con cara de preocupación.

-Lo hará, sabes que nunca me ha fallado y que es difícil encontrar otro más honesto en el gremio de pintores -razonó Gregorio.

     Transcurrido un rato, el joven Miguel ya tenía la carreta preparada. Abrió de par en par la trasera, subió al carro y tomó las riendas. En ese momento irrumpió en el patio Damiana, hija del escultor, una niña de 12 años de rostro inocente y cabello alborotado que se ruborizó cuando se encontró frente al joven oficial, por lo que intentó esconderse detrás de su madre.

-Pues lo dicho, maestro, allá vamos, que quiero ver la cara que ponen. Y cuando esta tarde vean el Cristo les parecerá una de las visiones de doña Marina. Ah, y tened cuidado, que he barrido el taller y el asqueroso polvo estará levitando por horas. Por eso he protegido a mi Cristo con un paño. Quedad con Dios - gritó el navarro con voz socarrona mientras Damiana sonreía.

- Un poco de respeto con doña Marina, Miguel, te lo he dicho muchas veces.

     La carreta enfiló la calle con dirección a San Ildefonso. Mientras el crujido de las ruedas se perdía en la lejanía, María terminó de tender la ropa y esbozó una sonrisa de complicidad con la niña mientras le pasaba la mano por el hombro y juntas entraban en la casa.

     Gregorio cerró la trasera con parsimonia y se dirigió al taller para ponerse la ropa de faena. Al rato se hallaba sólo ante la escultura lista para entregar. Junto a ella estaban esparcidos varios papeles con diferentes bocetos de columnas que repetían el modelo procedente de la iglesia de Santa Práxedes de Roma, algunos realizados por Damiana copiando los de su padre. Un rayo de sol que penetraba por uno de los ventanales del taller parecía estar dibujado en el aire por los efectos del polvo en el ambiente e incidía directamente sobre el paño blanquecino que cubría la figura. A Gregorio, tremendamente satisfecho de su obra, le parecía el momento de una despedida. Habían sido muchos meses de trabajo para componer el paso de cuatro figuras, pero sobre todo para hacer a gran escala aquel modelo de Cristo que había ensayado años antes en tamaño reducido. Y como siempre, estaba preocupado por la forma en que habrían encajado los ojos de cristal, una tarea muy delicada.

     De manera casi instintiva retiró el paño que daba a la figura un aspecto fantasmagórico. El rostro de Cristo estaba más sereno que nunca, tan dulce como él lo había imaginado, con distinta expresión según cada ángulo de vista. Por enésima vez comprobó la correcta colocación de los ojos y comenzó a girar alrededor del maniatado hasta colocarse frente a su espalda. Con un gesto delicado, pasó los dedos sobre las llagas de los azotes, fingidas con corcho, pensando si habría interpretado bien la visión de Teresa de Jesús. Después comprobó el perfecto encaje de las manos sobre la columna, un asunto que le había traído de cabeza. Todo estaba perfecto, su único pesar era no haberle inclinado algo más la cabeza. Piadoso como era, pensó el maestro que la mejor forma de despedirse sería una oración, a pesar de no estar todavía bendita aquella madera. Al agachar la cabeza escuchó una voz a modo de susurro. Sorprendido, alzó el rostro y pudo comprobar cómo la cabeza de Jesús se movía suavemente y sus ojos se clavaban en los suyos.

-Gregorio, ¿dónde me miraste que tan bien me retrataste? -Dijo Cristo con una voz casi imperceptible.
-En mi corazón, Señor -Respondió con convicción el escultor, pensando estar sufriendo una alucinación.

     En ese momento el rayo de sol iluminaba la cabeza del flagelado. Cristo permanecía inmóvil, su boca había quedado entreabierta tras el susurro y la cabeza se había inclinado hasta alcanzar la posición deseada por el escultor.

     Al momento Gregorio escuchó la llamada de su esposa indicándole que la mesa estaba preparada. Con mucho cuidado cubrió de nuevo la escultura con el lienzo blanco y salió del taller pensando si el exceso de trabajo le estaba produciendo las mismas alucinaciones que sufría por aquellos días doña Marina Escobar.

     Hasta aquí la ficción que recoge la leyenda piadosa y que hemos novelado por nuestra cuenta, pero la figura del Cristo atado a la columna es una realidad, una de las obras más bellas del Barroco español. Actualmente desfila en Semana Santa sin el acompañamiento de los sayones con látigos que a las órdenes de Poncio Pilatos formaban la escena del Azotamiento. Durante todo el año recibe culto en su retablo de la iglesia penitencial de la Vera Cruz, un templo que guarda varias obras maestras en las que Gregorio Fernández demuestra su capacidad creativa y un dominio total en la ejecución de trabajos en madera. Unas obras en torno a las cuales es muy fácil fabular, pues desde que fueron elaboradas han sido el orgullo y la admiración de los vallisoletanos, independientemente de sus creencias religiosas.

Aclaraciones para una mejor comprensión del relato:
- Gregorio Fernández, nacido en Sarria (Lugo), estaba casado con la madrileña María Pérez Palencia y tenía su casa-taller en la calle del Sacramento (actual Paulina Harriet) de Valladolid.
- Su hija Damiana había nacido en 1607 y se casó a los 14 años con Miguel de Elizalde, un oficial que trabajaba con su padre.
- El joven de nombre Manuel citado por Miguel de Elizalde se trata de Manuel Rincón, hijo del escultor Francisco Rincón, con el que el maestro mantenía extrechas relaciones amistosas y profesionales. A los 15 años fue recogido, tutelado y formado como escultor por Gregorio Fernández cuando murió su padre en 1608. Durante la narración tiene 26 años y ya se ha casado. En su boda Gregorio Fernández ejerció como padrino.
- Don Rodrigo Calderón era el secretario del Duque de Lerma. Cuando este cayó en desgracia acusado de corrupción, don Rodrigo fue detenido el 20 de febrero de 1619 en su residencia de la Casa de las Aldabas, trasladado a Madrid y finalmente condenado y degollado públicamente en la Plaza Mayor madrileña el 21 de octubre de 1621.
- Diego Valentín Díaz era el mejor pintor de Valladolid en aquella época y realizó la policromía de muchas obras de Gregorio Fernández. Tenía su vivienda en la calle de San Lorenzo, en el lugar que después sería ocupado por el convento de Santa Ana.
- Doña Marina Escobar era una mujer muy conocida en Valladolid por sus visiones místicas, que eran comentadas en todos los ambientes de la ciudad. Tenía su domicilio en la calle del Rosario, junto al actual Palacio Arzobispal.
- El paso del Azotamiento fue entregado a la cofradía de la Vera Cruz poco antes de la Semana Santa de 1619, celebrada del 24 al 31 de marzo de aquel año. En él Gregorio Fernández asentó y difundió en el Barroco el modelo de columna baja, después de que el papa reconociera como auténtica la conservada en la basílica de Santa Práxedes de Roma, allí trasladada desde Jerusalén, en 1223, por el cardenal Giovanni Colonna.

Ilustraciones: 1 Gregorio Fernández y su Cristo atado a la columna (montaje Travieso). 2 Recreación virtual de la casa-taller de Gregorio Fernández (Travieso). 3 Retablo de Cristo atado a la columna en la iglesia de la Vera Cruz (Foto Alberto Totxo). 4 Detalle de Cristo (foto Flickr/Valladolid arte y ciudad). 5 Reliquia de la Columna de la Flagelación conservada en la basílica de Santa Práxedes de Roma.

Informe y relato: J. M. Travieso.
Registro Propiedad Intelectual - Código: 1104108944583


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